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ENSAYOS CLÍNICOS

 

Breves

 

Operación Delirium. Décadas después de experimentos peligrosos durante los años de la Guerra Fría, un científico vive con sus secretos  (Operation Delirium. Decades after a risky Cold War experiment, a scientist lives with secrets)

The New Yorker, 17 de diciembre de 2012

http://www.newyorker.com/reporting/2012/12/17/121217fa_fact_khatchadourian?printable=true

Resumido y traducido por Salud y Fármacos

El coronel James S. Ketchum soñó con una guerra en la que no se mataba a nadie. Se enlistó en el Ejército de EE UU en 1956 y se fue en 1976, y en ningún momento luchó en Vietnam, ni estuvo en la invasión de la Bahía de los Cochinos en Cuba; tampoco ayudó a construir las bases pare el lanzamiento de misiles nucleares en el ártico. En cambio, llegó a ser el experto más importante en un experimento secreto realizado durante la Guerra Fría que pretendía luchar contra el enemigo con nubes de químicos psicotrópicos que incapacitan la mente durante un periodo de tiempo causando, según un alto jefe militar, “un malfuncionamiento selectivo de la máquina humana.”

Durante casi una década, Ketchum, un psiquiatra, hizo su trabajo diario creyendo que los productos químicos son armas de guerra más humanas que las balas y metralletas, o por lo menos es lo que él quiso creer. Para conseguir su sueño trabajó incesantemente en un centro de investigaciones aislado, probando armas químicas en miles de soldados, pensando durante todo el tiempo que todo lo que hacía estaba muy bien.

Hoy día, Ketchum tiene 81 años, y el lugar en donde trabajó, el Arsenal Edgewood, es un conjunto de edificios en ruinas cerca de una base de pruebas militares en la Bahía de Chesapeake. Los archivos del Arsenal están en cajas, almacenado polvo en los Archivos Nacionales. Los médicos militares que ayudaron en los experimentos ya se han ido a otras partes o han muerto, y los soldados que sirvieron de sujetos de prueba, en total casi cinco mil, y que aún viven están esparcidos por todo el país.

En el Ejército y en el mundo de investigación clínica, los ensayos clínicos secretos son un recuerdo del pasado. Pero para algunos de los sobrevivientes, y para los médicos que participaron en los experimentos, lo que pasó en Edgewood es algo que no está nada resuelto. ¿Fueron los experimentos en humanos algo tan horrible como lo sucedido en Dachau, el campo de concentración de los nazis? ¿O fueron experimentos necesarios y bien hechos?

A medida que los sujetos de los experimentos han empezado a hablar, sus preguntas aun sin respuesta, se han convertido poco a poco en una resaca histórica, y Ketchum más que nadie está siendo arrastrado por ella. En 2006 se auto-publicó una biografía histórica titulada La Guerra Química: Secretos casi Olvidados (Chemical Warfare: Secrets Almost Forgotten) en la que defiende la investigación que hizo. Al año siguiente, los antiguos sujetos de sus experimentos pusieron un juicio colectivo contra el gobierno federal, y Ketchum será uno de los testigos estrella.

El argumento de la demanda está de acuerdo con las críticas más generales de Edgewood: que ya fuera por urgencia militar o por aventurismo científico, el ejército puso temerariamente en peligro las vidas de sus soldados, hombres ingenuos, la mayoría, que fueron engañados o presionados a someterse a experimentos peligrosos. Los químicos incluían desde gases lacrimógenos y LSD a agentes altamente letales para el sistema nervioso tales como VX, una substancia desarrollada en Edgewood que después la quiso obtener Saddam Hussein. La especialidad de Ketchum era una familia de moléculas que bloqueaban un neurotransmisor importante, causando delirio. Las drogas se conocían básicamente por los códigos del ejército y eran secretas. A los soldados nunca se les decía lo que les daban o cuales podrían ser los efectos específicos, y el ejército no se molestó en hacer un seguimiento de los sujetos que habían participado en los experimentos. Los críticos más extremistas de Edgewood han sugerido que causaron perjuicios masivos, que ha sido una tragedia que se ha ocultado.

Ketchum, un fanático de las armas químicas, cree que la gente que tiene miedo a estas armas más que a las ametralladoras y morteros es irracional. Para justificar su postura cita la decisión del gobierno ruso en 2002, cuando fumigaron un teatro en Moscú con una droga incapacitante el día que la guerrilla Chechenia ocupó el edificio y 800 personas quedaron atrapadas. El gas debilitó a los guerrilleros, permitiendo a las fuerzas especiales aislarlos y matarles. Pero también murieron muchas personas inocentes. Ketchum ha dicho que algunos escépticos consideraron la acción una tragedia. “Estos dicen, mira murieron 130 personas. Bien, yo pienso que 130 es mejor que 800, y además como consideración secundaria también hay que tener en cuenta que se evitó que dinamitaran el edificio, un bellísimo teatro.”

En 1958, Ketchum después de graduarse en psiquiatría en la Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell entró en el ejército y consiguió una posición en uno de los hospitales estrellas de las fuerzas armadas, el Walter Reed Army Institute of Research. Como su interés era investigación, cuando se abrió una plaza en el Arsenal Edgewood enseguida la tomó.  Edgewood se había construido urgentemente durante la primera guerra mundial cuando en las trincheras de Europa se utilizó gas vaporizado, primero de cloro y después de mostaza. El Ejército de EE UU reaccionó y montó un programa para estudiar los productos químicos.

Después de la segunda guerra mundial, empezaron a circular informes de las agencias de inteligencia alemanas sobre la existencia de armas químicas mucho más mortales que la mostaza o el cloro. Los nuevos químicos que salieron de la investigación de insecticidas eran los llamados gases neurotóxicos (nerve gas), ya que producían una inundación del neurotransmisor acetilcolina en todo el cuerpo, que frecuentemente producía la insuficiencia de varios órganos y una muerte casi instantánea. Los nazis habían invertido principalmente en tres gases: tabun, soman y sarín, y los países que ganaron la guerra rápidamente se lanzaron en su búsqueda. La Unión Soviética secretamente desmanteló toda una planta de gas paralizador y la transportó para ponerla en marcha en su país. EE UU consiguió las formulas, y en algunos casos los científicos que las habían desarrollado, y los llevó a Edgewood.

El Ejército decidió fabricar sarín. Es un gas 25 veces más letal que el cianuro y que fácilmente se puede convertir en un aerosol. Su manejo resultaba casi imposible sin que hubiera víctimas; en un año siete técnicos sufrieron una exposición casual y necesitaron tratamiento inmediato. A medida que se liberaba el vapor después de una prueba, los pájaros que sobrevolaban la chimenea de escape morían y había que retirarlos del tejado. En los experimentos que Edgewood había contratado a la Universidad de Johns Hopkins, los investigadores administraron vasos de agua con gas sarín a voluntarios saludables durante tres días. Algunos de los sujetos del experimento sufrieron serios envenenamientos, se revolcaban, vomitaban y tenían dificultades para respirar.

Los primeros experimentos con gas paralizador estaban enfocados en la letalidad extrema de los químicos, y en los antídotos, pero los investigadores de Edgewood empezaron a tomar nota de los efectos secundarios, de tipo cognitivo, de los productos químicos. Frecuentemente los sujetos se sentían primero mareados y después intensamente ansiosos. Algunos tenían pesadillas, o no podían dormir normalmente y acababan deprimidos. Un estudio secreto realizado en 1948 sobre los técnicos envenados en Edgewood notaba que “una característica notable de estos casos parecían ser las reacciones psicológicas”, y los autores del estudio no estaban seguros de cómo reaccionarían “los jóvenes sin experiencia o conocimiento” de los productos químicos. Un oficial mayor en Edgewood había observado que las personas expuestas a tabun muy diluido “quedaban parcialmente inválidas por una a tres semanas, con fatiga, una pérdida total de interés e iniciativa, flojera y apatía”. El tabun es una sustancia química extremadamente tóxica que  interfiere con el funcionamiento del sistema nervioso y es considerada por la Naciones Unidas como un arma de destrucción masiva.

Hablé con una persona que había formado parte de un experimento con un agente VX que afectaba al sistema nervioso y que cuando se aplica a la piel, es cien veces más mortal que el sarín. Un oficial se acercó a la cama para dibujar un pequeño círculo en su brazo, y entonces un médico con una jeringa dejo caer una gotita del líquido. El efecto fue rápido. El sujeto oyó que otras personas gemían, un hombre dijo, “ah mierda”, pero él en cambio sintió una disociación calmada de su ambiente.  Había una radio en la habitación pero para él las palabras no tenían ningún sentido. Cuando le dieron de comer, no sabía cómo usar los cubiertos. Y me dijo: “Yo no tenía ningún control. Era increíble, una pequeña gota me había dejado inútil”. Después se sintió envuelto en una ola destructiva de tensión como si cada punta de un nervio la estuvieran atornillando. “Era muy intenso. Mi cuerpo estaba retorcido, todos mis nervios estaban tensos, física y mentalmente.”

En pocas palabras, se podía decir la guerra psico-química estaba de acuerdo con el pensar de los oficiales de Edgewood: mejor luchar a través de la química. El general principal del Servicio Químico de Guerra del Ejército había exaltado “la humanidad y efectividad” de los gases: matan rápidamente, y dejan intacta la infraestructura. Pero el interés de L. Wilson Green, director científico de Edgewood era debilitar de forma que produjera un sentimiento de terror. Según él: “Los síntomas que se consideran importantes en operaciones estratégicas y tácticas son: ataques convulsivos, miedo, pánico, histeria, alucinaciones, migrañas, delirio, depresión extrema, sentimientos de pérdida de la esperanza, falta de iniciativa aun para las cosas más sencillas, síndrome maniático de suicidio”.

A mediados de los años cincuenta, se aprobó formalmente la investigación clínica para una guerra psicoquímica, y se dio permiso para reclutar soldados de todo el país para los experimentos. Para hacerlo sistemático se organizó un programa que se llamó Programa de Voluntarios para la Investigación Médica.  En Edgewood se empezaron a revisar cientos de químicos, muchos que provenían de la industria farmacéutica. “Las características que estamos buscando en estos productos son exactamente las opuestas a las que las empresas farmacéuticas desean de los medicamentos, es decir buscamos los efectos secundarios no deseados”.

Empezando en 1959, se experimentó agresivamente con fencyclidina, un anestésico que Parke, Davis&Co había comercializado pero que abandonó porque los pacientes tenía alucinaciones y delirios. Los médicos de Edgewood lo testaron en aerosol y lo dieron de manera subrepticia a los soldados para ver si podían “controlar la seguridad física de documentos que para efectos del estudio se habían hecho pasar por clasificados”. Uno de los participantes que la semana anterior había sido expuesto a gas sarín, recibió un vaso de whiskey mezclado con 20 miligramos de fencyclidina. Un médico observó “una reacción maniática y mucha hostilidad.”  El sujeto se desvaneció y empezó a respirar con un patrón asociado al trauma neurológico o estrés cardiaco.

A Ketchum se le advirtió que otro voluntario había terminado en el hospital durante seis semanas. Y recordaba que “Tuvo una reacción paranoica que persistió después de que la droga desapareciera”.  En octubre de1960 fue a visitar una parte aislada de Edgewood en donde le explicaron que estaban testando la droga EA2277. A Ketchum nadie le explicó que tipo de químico era, ni él preguntó pues pensó que era un secreto. Entró con los médicos que llevaban el experimento a una especie de sala hospitalaria y se acercaron a una cama en donde un soldado en estado de delirio estaba luchando de forma maniática para meter una almohada en una funda. Uno de los médicos dijo: “Ahora está un poco fuera de sí, y por ello no le voy a presentar. No entenderá quien es usted”.

Pero no todos los experimentos tenían como objetivo descubrir armas. Los técnicos de Edgewood diseñaron los chalecos protectores; de un experimento con gas mostaza salieron las bases para las quimioterapias de cánceres tempranos; se descubrió cómo los surfactantes funcionan en los pulmones, algo que después salvó las vidas de cientos de niños. El programa de la guerra psicoquímica era una pequeña parte de toda la investigación, y en muchos sentidos la más desconocida o extraña.

A Ketchum le presentaron un internista, Van Murray Sim, quien había organizado el Programa de Voluntarios para Investigación Médica y una vez que Ketchum pasó las pruebas de seguridad, le explicaron que EA2277 era benzoato de 3-quinoclidinilo o BZ, un producto farmacéutico que se quiso utilizar para tratar las úlceras pero que tuvo que ser descartado por inadecuado. Cantidades infinitésimas pueden producir un desorden mental total. El BZ es un anticolinérgico semejante a la atropina o escopolamina, que se usan hoy día en medicina. En dosis altas estos medicamentos producen delirio, como un sueño de locura que generalmente se olvida después.

Sim parecía pensar que los experimentos psicoquímicos de los programas de inteligencia del ejército solo necesitaban un protocolo sin mucha elaboración: el objetivo era controlar la mente, y lo que importaba eran las expectativas que tenía el sujeto sobre los efectos de la droga. Con frecuencia daba LSD a personas sin avisarles. Ketchum me contó como uno de los altos oficiales de Edgewood le había dicho que Sim le había añadido LSD en el café de la mañana, lo cual le había molestado tremendamente. Se había mezclado LSD con bebidas alcohólicas en una fiesta y en los depósitos de agua de un barracón de soldados. Algunos soldados lo manejaron sin problemas; otros se volvían medio locos. De acuerdo a los archivos “un participante en 1957 manifestó euforia seguida de una depresión severa, ansiedad, y pánico, una sensación de que iba a morir”. Otro experimento incluía especialistas de inteligencia, a quienes se les vendaron los ojos y les trasladaban a una sala de aislamiento. “Solamente una persona estuvo en condiciones de que se le hiciera un interrogatorio de larga duración. Otro huyó en pánico durante la interrogación”.

Las autoridades militares conscientes de las barbaridades que hacía Sim durante los experimentos, decidieron trasladarlo a otra posición. En su lugar nombraron al Coronel Linsey, un líder más capaz pero no exento de excentricidades peligrosas. Así, en una ocasión, para demostrar los efectos de VX, untó su dedo en un matraz que contenía el agente letal, después frotó su dedo en la parte trasera afeitada de un conejo; mientras el animal se convulsionaba y moría, Lindsey cruzaba tranquilamente la habitación y limpiaba su dedo en un Martini.

Las diferencias entre Lindsey y Sim reflejaban las profundas tensiones que la Guerra Fría impuso en los médicos que trabajaban en Egdewood: los hombres que querían actuar éticamente mientras avanzaban en la investigación militar. Sim frecuentemente probaba él mismo los productos que se testaban y por ello se sentía libre de eludir los estándares convencionales. Lindsey tenía una actitud protectora con los soldados. Muchos de los médicos que trabajan en los proyectos dirigidos por Lindsey y Sim intentaban reconciliar sus obligaciones militares con las obligaciones que tiene la profesión médica. Uno de ellos me dijo: “Como médicos estamos acostumbrados a tratar a la gente que está enferma, no a enfermarles. No me gustaba lo que se estaba haciendo con los seres humanos. Pero entendía lo que se estaba haciendo en el contexto de la defensa de mi país”.

Para Ketchum, las preguntas sobre la moralidad de las armas químicas dependía de la forma cómo se utilizaban. El Ejercito quería saber hasta qué grado un “agente discapacitador” podía incapacitar, y como se podrían hacer reversibles sus efectos. Ketchum aceptó este reto y decidió hacer los ensayos clínicos tan sistemáticos y precisos como fuera posible. Llegó a ser el arquitecto de la debilitación mental. Disfrutaba de su trabajo.

Ketchum obtuvo el apoyo de Lindsey para poner orden en los ensayos psicoquímicos, e insistió en que se descontinuara la práctica de Sim de dar drogas a los soldados sin que ellos lo supieran. Las historias médicas se habían guardado con mucho desorden; algunos médicos incluso se las llevaron al dejar de trabajar en Edgewood y era imposible saber exactamente lo que se les había hecho a los voluntarios anteriores. Ketchum insistió en que se centralizaran los datos y contrató a enfermeras.

También se encargó del experimento con BZ. Esta droga fascinaba a Ketchum. Los soldados a los que se les había expuesto manifestaban síntomas estrafalarios: balbuceaban palabras con rapidez, o recogían obsesivamente sábanas u otros objetos reales o imaginarios, tenían visiones, se les aparecían y desaparecían personas, animales y objetos. Los efectos de la droga duraban varios días. Los soldados después solo recordaban fragmentos de la experiencia y a medida que iban saliendo de la droga experimentaban ansiedad, agresión, incluso terror y tenían problemas para discernir lo que era real de lo imaginado. Ketchum construyó celdas acolchadas para que los soldados, durante su fase de agresividad y cuando se daban golpes contra la pared, no sufrieran daños físicos, pero a veces no era posible contener a todos los soldados y en una ocasión uno se escapó corriendo de lo que pensaba eran personas que venían a  matarle. Alguno destruyó el forro de la pared y fue necesario que tres personas se le echaran encima para contenerle.

A principios de la década de los sesenta, Lindsey era entonces el principal jefe médico y había perdido su fe en el Programa de Voluntarios para Investigación Médica. A Malcom Bower, un oficial médico de Edgewood, que después sería profesor en la Universidad de Yale, le dijo: “Estos soldados realmente no han sido informados en lo más mínimo”. Se sabía muy poco sobre los efectos a largo plazo de los experimentos, y sin embargo a los voluntarios, después de estar en Edgewood, se les devolvía sin más a otras unidades del ejército, sin ningún seguimiento médico. Bowers recuerda en su libro de memorias “Hombres y Venenos (Men and Poisons)” que Lindsey se preguntaba si la falta de seguimiento clínico pudiera responder a que el Ejército temía que al hacer el seguimiento se pudieran llegar a conocer los efectos secundarios que se manifestarían más adelante. Sim ofreció una explicación más sencilla: no había dinero.

Para muchos médicos de Edgewood, la memoria de la II Guerra Mundial y los experimentos horribles que hicieron los científicos nazis, seguían estando presentes en su memoria. El Código de Nuremberg estableció el marco ético para experimentos médicos y sus principios fueron incorporados en el Ejército. El código empieza con una frase bien precisa: “Es absolutamente esencial obtener el consentimiento voluntario del sujeto humano”. El consentimiento debe reflejar una “decisión informada”, que resulta de un entendimiento verdadero de los riesgos médicos de la prueba. Aún más, los experimentos en humanos deben ser precedidos por estudios en animales, y realizados en una búsqueda de un bien social superior, sin que los riesgos nunca sean mayores que “la importancia humanitaria del problema”.

Durante décadas Ketchum había negado que se engañara a los soldados para que participaran en los ensayos clínicos. En su libro antes mencionado escribió: “¿Soldados ingenuos engañados por la propaganda del Ejército? ¿Soldados con poca capacidad mental que no pueden decidir correctamente? ¿Personas ignorantes que no sabían lo que les iba a pasar porque se trataba de un secreto que se mantenía cuidadosamente oculto? En mi opinión nada de eso.” Según él no había ningún problema en reclutar voluntarios.

Pero el Programa de Voluntarios para Investigación Médica tuvo en sus inicios dificultades para reclutar soldados, de forma que se establecieron cuotas mensuales para conseguir un flujo continuo de sujetos de investigación. Los reclutadores llegaron a los cuarteles de todo el país y algunos oficiales hicieron obligatoria la asistencia a las sesiones de reclutamiento. Ketchum insistió en que nunca había habido ambigüedad alguna acerca de los experimentos con drogas durante el proceso de reclutamiento, pero personas que estuvieron presentes durante las sesiones salieron de ellas sin estar seguros de lo que les estaban pidiendo que hicieran.

Varios de ellos me dijeron que los reclutadores anunciaban el programa usando términos ambiguos, como por ejemplo estudios de conducta humana, o probar equipos, o investigación médica. Se ofrecían también incentivos. Los soldados podían pasar tiempo en sitios cercanos a las grandes ciudades de la Costa Este del país, y recibirían permisos de tres días durante los fines de semana para pasear por las ciudades. Tendrían un pago adicional a su salario y muy pocas responsabilidades, aparte de presentarse para una prueba. Muchos de los soldados se pasaban una buena parte del tiempo jugando al ping-pong o viendo películas. Cuando llegaba el momento de marchar—al principio se les pedía que estuvieran un mes, después dos meses— en su dossier recibirían una carta de recomendación. En los años sesenta los soldados tenían un incentivo muy fuerte: disminuir el tiempo de servicio en Vietnam.

Una vez que los soldados llegaban a Edgewood, se les hacía un examen médico y psicológico, y se distribuían en cuatro grupos. Los menos sanos se usarían para probar equipos. A los que se les clasificaba como entre los 25% mejores, se les preparaba para los químicos más peligrosos. Los médicos daban una información general a los voluntarios y les pedían que firmaran una forma de consentimiento, generalmente antes de que se anunciara un ensayo clínico específico. Las formas de consentimiento estaban diseñadas para dar pocos detalles; mientras se preparaba una versión se hacían cambios como por ejemplo las palabras “desórdenes mentales y quedarse inconsciente” se cambiaban por “incomodidad” o “ansiedad”.

Algunas veces se ofrecía un poco más de información justo antes de que empezara el experimento. Sim más adelante confesó que los investigadores que hacían las pruebas de gas neurotóxico decían a los voluntarios que la droga podría causarles un “moqueo nasal” o una “ligera presión en el pecho”. En 1961, a un voluntario se le dio soman, un producto químico extremadamente tóxico que interfiere con el funcionamiento del sistema nervioso. Solamente cuando le inyectaron la droga oyó que los médicos entre ellos comentaban que era algo letal. Este soldado a mí me dijo: “Empecé a tener convulsiones y empecé a vomitar. Una de las personas que estaba junto a mí me dijo: ‘te hemos dado un poco demasiado.’ Me dijeron que fuera y me aireara. Me entró pánico y pensé que me iba a morir”. El sujeto se quedó rígido y lo tuvieron que llevar de urgencia al Walter Reed Hospital. Durante muchos años sufrió insomnio y depresión.

Los sujetos de los experimentos—asumiendo que sabían que iban a participar en uno– tenían el derecho a declinar su participación, pero prácticamente ninguno lo hizo. Bowers recordaba: “No se dudaba de que iban a participar.” No participar requería no cumplir un compromiso que habían hecho a un superior en el ejército, algo impensable para un soldado. “Si en el ejército no haces algo que tienes que hacer te aislarán”, me dijo un soldado al que suministraron LSD. “Creo que nos dieron la opción de irnos, al principio, pero una vez que estabas allí ya no tenías la posibilidad de elegir”.

Las ambigüedades del proceso de reclutamiento, la naturaleza secreta de la investigación, y la manera altamente selectiva en que los médicos seguían las normas del Ejército dejaron recuerdos encontrados. Uno de los primeros sujetos del experimento que realizó Ketchum con BZ me dijo que cuando se apuntó como voluntario no sabía exactamente lo que firmaba, pero que lo pasó bien en Edgewood. También dijo: “Estaba bien decir que no. No tenías una soga en el cuello”.

El mismo día que este sujeto recibió BZ, Ketchum dio la droga a Teddie Osborne, otro soldado  que había estado asignado al Centro de Experimentación de Yuma, en Arizona, en donde estaba utilizando un detector simple y un conejo en su jaula para identificar fugas químicas. Osborne pensó que su trabajo en Edgewood no sería muy diferente. “En realidad no me explicaron nada”, me dijo. En Edgewood primero lo asignaron a dirigir a los voluntarios, pero después le dijeron que iba ser un sujeto de experimentación. “Yo no les podía decir que no quería. Somos profesionales, pero también somos muy ingenuos”. Un miércoles le inyectaron BZ y lo transportaron rápidamente a la celda acolchonada. No tenía la más remota idea de qué le habían inyectado y qué le pasaría. “No me acuerdo en absoluto de lo que pasó hasta el domingo”, me dijo “Esto me perturbó un montón, todavía me persigue”.

Uno de los ensayos clínicos más locos fue con cuatro soldados. Uno recibió un placebo y los otros tres recibieron diferentes dosis de BZ, todo en un escenario que imitaba a una situación real. Se preparó una habitación con todo tipo de instrumentos de comunicación a través de los cuales se les iba a dar instrucciones. Una vez que la droga hizo efecto apretaron un botón que dio la alarma indicando que había un ataque químico, y los sujetos corrieron a ponerse máscaras, pero el soldado—Ronald Zadrozny—que había recibido la dosis que produce un delirio estaba demasiado confuso para poder protegerse. La locura que le produjo la dosis le duró 36 horas.

Durante este experimento trasmitieron a los sujetos doscientos mensajes imaginarios. Por ejemplo, les llegó un mensaje de que el enemigo estaba planeando mover un tren cargado con armas químicas en cierto lugar. Los mensajes que se mandaron al final eran totalmente tontos, pidiendo que los sujetos interpretaran el mensaje usando un código.

Al principio de los sesenta, el Ejército estaba promoviendo un programa a toda velocidad para convertir la BZ en un arma que se pudiera utilizar. El experimento con Zadrozny demostraba que la droga podía paralizar a todo un escuadrón, pero en una batalla el agente químico debe ser aplicado vía aerosol, y las aplicaciones de aerosol son difíciles de controlar, incluso en los ensayos clínicos. En los ensayos en el túnel del viento, los soldados estaban recibiendo más de lo que se quería. La guerra psicoquímica está basada en el principio de que el agente químico no produce un efecto significativo en el cuerpo. Pero a medida que se hacían ensayos con BZ se veía que este producto podría ser más peligroso que lo que se había anticipado.

En 1962, a Walter Payne, un reservista de Arkansas se le instruyó que inhalara en túnel de viento una nube de BZ. Tres horas después, quedó totalmente inconsciente. Henry Ralston, ahora profesor emeritus de anatomía de la Universidad de California en San Francisco examinó a Payne y notó que “exhibía signos de rigidez descerebrada con hiperextensión de la espalda, el cuello y las extremidades, acompañado por sacudidas irregulares de las extremidades”. Cuando le pedí a Ralston que me interpretara estos síntomas me contestó: “Un trauma grave de cabeza, un severo daño cerebral”. A Payne se le trató con un antídoto y se le examinó 26 días después. Después que se le hiciera un EEG que resultó “esencialmente normal para su edad”,  le despidieron de Edgewood sin que se programara un seguimiento médico.

En 1963, otro voluntario acabó en una condición crítica después de respirar BZ en un túnel de viento, su temperatura se disparó a 106,6 grados Fahrenheit y su cabeza empezó a temblar espásticamente. Le pasaron una esponja con hielo y alcohol, y le dieron antídotos. Después de seis días los médicos le dieron de alta, indicando “que parecía bastante normal”.

Cansado de su trabajo, Ketchum regresó al mundo académico que no le resultó muy atractivo. En 1968 regresó a Edgwood aceptando el nombramiento que le habían ofrecido de jefe del Departamento de Investigación Clínica. Pero para esta fecha las cosas habían cambiado, el punto álgido de la Guerra Fría se había disipado, había medio millón de soldados americanos en Vietnam y aunque el Ejercito uso libremente defoliantes y gases lacrimógenos en ese país, decidió no usar BZ. Había un sentimiento popular contra la utilización de psicoquímicos en la guerra. También había cambiado la actitud de los médicos que trabajaban en experimentación con humanos que empezaban a subordinarse cada vez más frecuentemente. Ketchum me explicó: “Muchos de ellos intentaban desaparecer lo más que podían para evitar que se les asignaran actividades”.

Las preocupaciones que la generación de Lindsey guardaba para sí misma, ahora salían a la superficie. Los nuevos médicos eran en general mayores que los colegas que les antecedieron, habían trabajado más en la práctica civil que en la militar, y eran políticamente más circunspectos. Hacían lo posible para que la investigación progresara más lentamente, y empezaron a cuestionar la metodología de Ketchum.

Uno de los médicos me dijo que los experimentos en humanos de Ketchum se habían hecho a la manera de los Keystone Kops (policías ficticios incompetentes en el cine mudo). “No había nadie capacitado”, añadió. “Y el hecho de que se les permitiera hacer los experimentos con gente que no sabían lo que pasaba era muy muy escalofriante. No había la mínima dignidad humana. No había moralidad. Si algo pasaba a los voluntarios, nosotros podíamos decir: se te dio la posibilidad de no participar, pero al mismo tiempo les decían ‘Escucha, esto es el Ejercito, y estamos en guerra’ Nuestra forma de pensar es que decir esto a estos jóvenes soldados era una auténtica barbaridad, porque ¿quién puede saber lo que les puede pasar?”

Cuando Ketchum quiso organizar una prueba de campo con una versión de BZ, cuatro médicos escribieron manifestando su desacuerdo. No les tuvo en cuenta. Otra nueva versión llamada EA 3834, parecía que causaba hematuria microscópica, pequeñas cantidades de sangre en la orina y otros problemas renales. A un soldado hubo que mandarlo al Hospital Walter Reed.  George Leib, un psiquiatra que trabajaba en el presupuesto anual del arsenal había llegado a la conclusión de que todos estos experimentos extravagantes y de diseño cuestionable se financiaban solamente para mantener el programa funcionando.

La oficina de Leib estaba enfrente de la estación de atención tóxica, y estaba seguro de que las historias clínicas se manipulaban para cubrir los casos problemáticos. “Todo el mundo con quien hablé tenía dudas” me dijo. “Yo tenía un voluntario que acababa de salir de un ensayo de 48 horas sin problemas, y no mucho después durante un permiso de salida, conducía un coche y chocó con un árbol y se mató. Me sentí responsable. Sentí que no había hecho todo lo que podía haber hecho. Pero sí había hecho todo lo que se me permitió hacer”.

Se suspendió el experimento con EA 3834. Hubo muchas discusiones sobre ello. Las discusiones enfatizaban los exámenes médicos que se hacían a los voluntarios, pero también ilustraban las grandes diferencias: los médicos que no veían que los experimentos tuvieran ningún beneficio no estaban dispuestos a aceptar el mínimo riesgo. Leib me dijo: “Para mí todo esto no tiene ningún sentido”.

En 1969 empezaron las protestas contra la guerra de Vietnam delante de la entrada de Edgewood, y éstas facilitaron que la insubordinación de los médicos se convirtiera en visibles actos de rebelión. Los médicos filtraron a la prensa detalles sobre la investigación; algunos incluso la criticaron abiertamente. Un médico me dijo que había llegado a creer que en muchos casos no se habían hecho suficientes ensayos con animales, y temía que estaba violando el juramento Hipocrático, y que quería un traspaso aunque tuviera que ir a Vietnam. Dos años después Ketchum renunciaba a su cargo y abandonó Edgewood. Y Sim volvió a dirigir los experimentos.

En 1975, el Programa de Voluntarios para la Investigación estaba envuelto en un escándalo. Ex-sujetos de investigación protestaron por el mal trato que les habían dado y el Congreso pidió que Sim se personara para una vista en la que congresistas airados le hicieron preguntas. Cuando le preguntaron por qué no se hacía seguimiento a los voluntarios, no tuvo mucho que contestar, excepto, “Si claro, es intolerable”. Los legisladores y los inspectores del Ejército llegaron a Edgewood y dieron solamente unas horas para que los voluntarios que quedaban se marcharan. Los laboratorios de investigación médica se cerraron y se llevaron todos los documentos a archivos externos.

Cuando la prensa entrevistó a Sim le hicieron preguntas sobre efectos secundarios tales como: ¿Usted tuvo algún caso grave? A lo que contestó en negativo. Le pidieron que les contara ejemplos de efectos adversos y respondió: “Si les explico uno no será en absoluto representativo del siguiente”. El Ejército empezó una investigación. Aunque no encontraron evidencia de muertes o de daños graves—algo que el informe no definió—fueron muy muy críticos del proceso de reclutamiento.  En las conclusiones del informe se puede leer: “Había señales de que el uso del poder de mando, el conocimiento de los expertos y la posición de los voluntarios se utilizaron de una manera que sugiere que posiblemente existió coerción”. El informe también señala que sobre el consentimiento informado, los médicos de Edgewood habían sido selectivos en lo que decían a los voluntarios, y una y otra vez estaban siempre dispuestos a “diluir y en algunos casos a negar cual era el objetivo del programa de investigación”.

Los efectos permanentes de salud que causaron los experimentos fueron difíciles de conocer. Las historias clínicas estaban desorganizadas o incompletas, y ningún ensayo había recogido datos para determinar cómo una droga podría afectar al sujeto en el futuro. En 1980 el Ejército publicó un estudio que afirmaba que el 16% de los voluntarios que habían recibido LSD había sufrido síntomas psicológicos después de los ensayos. Entre los síntomas se incluía recuerdos recurrentes de hechos dramáticos (flashbacks), depresiones e ideas de suicidios que estaban asociados a la droga. Los autores del estudio concluían que la mayoría de estos síntomas eran benignos, pero también reconocían que el estudio tenía un problema de diseño que era “insuperable”, ya que era imposible controlar adecuadamente a los sujetos. Un estudio posterior encontró que un número significativo de sujetos habían estado hospitalizados por desórdenes del sistema nervioso o de los órganos sensoriales.

En 1985, la Academia Nacional de las Ciencias terminó un estudio de drogas tipo BZ y gases neurotóxicos. Debido a las limitaciones del presupuesto, el estudio solo pudo examinar las historias clínicas de un número pequeño de los soldados expuestos a esos agentes en Edgewood; la muestra fue seleccionada por el Ejército, y para esas drogas era tan pequeña que no tenía mucho valor. Uno de los investigadores me dijo: “Yo diría que el comité se sintió desalentado porque las historias clínicas no incluían evaluaciones detalladas”.  La Academia envió un cuestionario a todos los voluntarios que pudo encontrar y que habían participado en los ensayos en Edgewood. Para entonces algunos ya habían muerto, a otros no se les pudo contactar, y otros decidieron no contestar, por lo cual no se pudo saber nada del 40% de los que habían participado en los ensayos.

El estudio no pudo afirmar que la exposición a los agentes neurotóxicos afectara al sistema nervioso y no sufrieran a largo plazo los cambios asociados a esta droga, tales como cambios cognitivos, depresión e incluso suicidio. Los investigadores concluyeron: “No se sabe si los sujetos en Edgwood sufrieron estos cambios y hasta qué punto sus efectos se manifiestan ahora”. Al final el estudio concluyo que no había evidencia de que hubiera habido un daño psicológico de gran magnitud.

Mientras se realizaba este estudio, media docena de voluntarios llevaron a juicio al Gobierno, pero sus casos fueron rechazados porque un precedente de la Corte Suprema, conocido como la Doctrina Feres, concedió inmunidad al Ejército por los daños civiles (tort cases) que los soldados sufran durante el servicio que prestan en el Ejército. Por algún tiempo ningún otro soldado reclamó daños; muchos soldados afirmaron que al salir de Edgewood se les instruyó para que juraran mantener en secreto las actividades que habían observado en Edgewood, y algunos cumplieron con ello.

Pero en los años noventa, el Ministerio de la Defensa empezó a remover estos juramentos, y los voluntarios poco a poco se iban comunicando entre ellos a través del Internet. Un años después, dos de ellos recogieron un montón de documentos sobre los ensayos en Edgewood y los enviaron a un bufete de abogados en San Francisco (Morrison&Foerester), que decidió tomar el caso. Uno de los abogados del bufete me dijo que ya se habían gastado millones de dólares en el litigio y que probablemente el juicio llegaría a ser el más costoso litigado gratuitamente.

Para evitar que los descalificaran por la inmunidad del Ejército, los abogados no presentaron cargos por daños. Los demandantes tenía cuatro objetivos: 1) obligar al Ejército a reconocer que los ensayos clínicos era ilegales; 2) informar a todos los sujetos que habían participado sobre los productos que se les había administrado; 3) explicar los efectos para la salud de las drogas que habían recibido; y 4) ofrecer cuidado médico cuando fuera necesario. El Ejercito es su respuesta a los demandantes afirmaba que la investigación no violaba los códigos éticos, y pedía que “se desestimara  la demanda”.

John Ross, uno de los soldados a quien le dieron una sobredosis de un agente que afecta al sistema nervioso, ha intentado durante años convencer al Departamento de Veteran Affairs que estuvo en Edgewood. Me dijo: “Es demasiado tarde para mí, solo quiero una apología oficial, me siento como si me hubieran estafado”.

El juicio tendrá que enfrentarse con preguntas que todavía no están resueltas. Los sujetos de experimentación recibieron muchas drogas, algunas veces en combinación. Uno de los demandantes recibió un tratamiento que combinaba escopolamina y Proxilin (flufenazina) para conocer los efectos de la combinación. Durante el ensayo empezó a sentir temblores, y espasmos  musculares semejantes a los síntomas del Parkinson y le llevaron de urgencia a la estación de destoxificación. Poco después de que se fuera de Edgewood, se sintió extremadamente nervioso. Después le mandaron a Tailandia, en donde trabajó cerca de barriles de Agente Naranja. En 2004, ya de vuelta en los EE UU le diagnosticaron Parkinson. Los especialistas a los que consulté no pudieron decir si había una conexión entre los experimentos en Edgewood y la enfermedad. Como en el Ejército todo soldado que ha estado expuesto al Agente Naranja y manifiesta síntomas de Parkinson tiene derecho a que se le trate esta enfermedad, este demandante está recibiendo tratamiento. Sin embargo, se sentía maltratado y frustrado por la ambigüedad sobre la causa de su enfermedad.

Quizás Ketchum no se da cuenta de que lo que pueda declarar en el juicio no es mucho. Concede que la falta de seguimiento médico de los sujetos era incorrecta. También que la administración y los experimentos que hizo Sim en sujetos que no sospechaban lo que les hacía no era ético. A pesar de que los experimentos eran infructíferos, entre 1968 y 1974, 156 soldados recibieron EA 3834, una de las nuevas versiones de BZ. Un soldado que había sufrido durante años recuerdos traumáticos recurrentes me dijo: “Es como si se convulsionara tu cerebro. Tuvieron que mandar a dos al hospital”.

Le pregunté a Ketchum sobre estas pruebas. Se quedó asombrado de que a 156 soldados les hubieran administrado EA 3834. Explicó que algunos experimentos se hicieron mientras él era el responsable del laboratorio pero muchos se hicieron después. En sus archivos buscó más información. Según él algunos de los protocolos estaban mal diseñados. “Me siento mal ya que parece que hubo ineficiencias en la investigación”, dijo. “Puedo entender que haya una crítica justa por esta chapuza. Tengo que sentirme culpable por lo menos por una parte significativa del diseño, muy por debajo de lo que se espera en un ensaño clínico”.

En un comunicado de prensa, Morrison & Foerster caracterizaron a los experimentos como “diabólicos”. Si lo fueron o no dependerá de si se abusó de los derechos humanos de los sujetos que participaron en los experimentos. El juicio se centra en los principios que quedaron establecidos en el Código de Nuremberg. Una tarde discutí con Ketchum sobre el Código. Los experimentos en Edgewood habían claramente violado algunos principios del Código—pero un buen número de experimentos clínicos realizados en los EE UU durante las décadas de los cincuenta y sesenta también lo habían hecho. Cuando el Ejército contrató con la Universidad de Harvard para realizar ensayos clínicos, la universidad insistió en restricciones menos demandantes. En esa época, muchos médicos pensaban que el Código no era apropiado para la ciencia convencional. En 1962 Henry Beecher, un anestesiólogo de Harvard argumentaba que sería una locura pensar que podía obtener un consentimiento verdaderamente informado. Pensaba que lo que caracteriza a un investigador—“sabiduría, experiencia, honestidad, imaginación y sentido de la responsabilidad”—era lo que al final determinaba la moralidad de un ensayo clínico.

En la discusión que tuvimos, Ketchum empezó a ponderar si el Código de Nuremberg se podía aplicar a su investigación. “Me imagino que el problema se reduce a cuan explícita es la forma del consentimiento” dijo. “Esto es lo que se critica- que la forma de consentimiento no ofrece bastante información. Podría decir, ‘Te estamos haciendo una prueba de tres días y si aceptas ahora, entonces el consentimiento es permanente” sugirió. “O, ‘¿Te das cuenta que una vez que te damos la droga no puedes echar marcha atrás, hasta que se desaparece o hasta que te demos el antídoto?” Pero después se preguntaba que podría pasar si el sujeto estaba delirante de forma que no podía darse cuenta que podía pedir que se parara el experimento? ¿Cómo podría la forma de consentimiento prepararle para tal contingencia? “Para mí lo importante es que la actitud del investigador sea una de estar más preocupado por el sujeto que por los resultados”.

Referencias

1. Malcolm B Bowers Jr. Men and Poisons. The Edgewood volunteers and the Army Chemical Warfare Program, 2005.  Xlibris Publishing.


 

 

modificado el 28 de noviembre de 2013