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ENSAYOS CLÍNICOS

Ensayos clínicos, ética y conflicto de interés

Guatemala: Federico después de los experimentos
Marta Sandoval
El Periódico,  9 octubre de 2011
http://www.elperiodico.com.gt/es/20111009/domingo/202054/

Federico Ramos es uno de los sobrevivientes a los experimentos médicos estadounidenses. Tiene 86 años y una vida sin mayores sobresaltos, salvo por 3 años, nunca salió de su aldea. Fueron tres años que sirvió al Ejército y en los que cientí­ficos se sirvieron de él.

La piel se ha pegado a los huesos de sus mejillas, y de sus costillas y de sus piernas; la piel se ha adherido a sus huesos como si intentara mantenerlos armados, evitar que se desbaraten y rueden por el suelo. “A mí­ lo que me gustaría es comer un poquito mejor” dice, “que me den la ayuda ahorita y no cuando esté muerto, porque muerto ya para qué me sirve”.

El ruido de la cascada cercana y el cacareo ocasional de una gallina se mezclan con el sonido de su voz. “Yo no sabí­a ni qué  me estaban haciendo” cuenta, y suelta una sonrisa sin dientes. Bajo el sombrero, un rostro de huesos pronunciados, casi cadavéricos, se asoma, el calor hace que la frente se perle de sudor. “Uno no podí­a decir nada, órdenes eran órdenes”. Se llama Federico Ramos y es uno de los sobrevivientes de los experimentos médicos que hicieron científicos estadounidenses en Guatemala a finales de los años cuarenta.

El año pasado su hija mayor, Consuelo, escuchaba la radio, hablaban de un contagio masivo de enfermedades venéreas y las palabras del locutor hicieron que un montón de recuerdos atascaran su mente. De niña siempre había oído a su padre quejarse de dolores y contar que desde que “unos gringos” lo inyectaron empezó a sentirse mal. Llamó a su hijo de prisa y le dijo con la voz temblorosa: el abuelo es una de las víctimas. Las fechas coincidí­an perfectamente con la época en la que Federico trabajó como soldado. Ella nos llevó a visitarlo.

“¿Ve aquella nube, la que está allá?” Consuelo señala con el dedo una mancha blanca que se funde con la montaña, “pues de allá­ para arriba está la aldea donde vive mi papá. Parece una broma, una exageración, pero es verdad, a la aldea Las Escaleras se llega rebasando las nubes, trepando por la montaña hasta sentir que el cielo se viene abajo. En realidad son solo 20 kilómetros desde San Agustí­n Acasaguastlán, El Progreso, pero como no hay camino, el trecho se traduce en varias horas a pie cruzando ríos y trepando por la maleza; o un recorrido casi imposible en un carro de doble tracción. De cualquiera de las dos formas no será sencillo llegar. Allá­ es donde pasa los dí­as don Federico lidiando con el tiempo y las horas largas. Ha vivido casi toda su vida allá­, solo salió por 3 años, de 1947 a 1950, y salió a la fuerza.Una tarde llegó un comisionado militar a la aldea y a Federico ni lo profundo de la maleza pudo servirle de escondite.

Lo reclutaron para el Ejército. Así­ conoció la ciudad, o más bien la base militar de la ciudad, un sitio en la zona 13 donde tenía que pasar horas apostado al lado de un avión. Su trabajo era cuidarlo. Allí­ mismo había una base estadounidense, Fernando veía pasar a los soldados rubios con sus uniformes impecables, vestían de color caqui y llevaban insignias en el pecho. Un día le pidieron que los acompañara, y lo llevaron a una especie de clí­nica donde le inyectaron algo en el brazo, sin mediar palabra. Su comandante, Ramiro Paiz, le dijo que debía obedecerlos sin chistar, que no preguntara nada y que solo hiciera lo que le pedían. A los pocos dí­as volvieron a llamarlo. Federico solo agachaba la mirada ante las agujas y escuchaba sin comprender la jerigonza en inglés que soltaban los soldados entre si­. Para él no había palabras.

De conejillos de India a seres humanos

En 1947 el periódico New York Times publicó un artí­culo sobre una investigación cientí­fica importante: un grupo de médicos contagió a conejos con sí­filis y días después les inyectó penicilina. El resultado fue motivador: los conejos no se infectaron con la enfermedad. “Si tan solo se pudiera demostrar que pasa lo mismo en los humanos”, decía el reportaje, “serí­a un gran avance para la ciencia. Pero eso es “Éticamente imposible”.  Las leyes de la época ya prohibían la infección intencional de enfermedades en seres humanos. Unos años antes una investigación médica había causado escándalo, los médicos decidieron no dar ningún tratamiento a cerca de 400 enfermos de sífilis para “estudiar” cómo se comportaba la enfermedad. Los dejaron sufrir por más de 30 años con el único objetivo de ver qué pasaba. Los pacientes en ese entonces eran afroamericanos. Esta tragedia se conoció después como “Los experimentos deTuskegge”.

El Dr. Cutler pensó que aquello era éticamente imposible en EE UU, pero no fuera del país, y por eso se dispuso a hacer lo mismo que sus colegas hacían en conejos estadounidenses en seres humanos guatemaltecos. Y en Guatemala consiguió el apoyo del gobierno de Juan José Arévalo. El resultado fue de unas 2.500 personas contagiadas y ningún avance real para la medicina. El experimento en Guatemala sirvió, a criterio del doctor Carlos Mejía, de la comisión que estudia el caso en el país, únicamente para mostrar cómo no se deben hacer experimentos.

Los médicos estadounidenses necesitaban encontrar una forma de prevenir o curar las enfermedades venéreas con urgencia, principalmente porque estaban perdiendo dinero con los altos contagios que sufrían sus soldados. El primer intento de replicar el experimento de los conejos con seres humanos lo hicieron en una cárcel de Arizona. Consiguieron los permisos después de convencer a una serie de médicos que consideraban el experimento demasiado peligroso: “aún teniendo el consentimiento de los pacientes, algún abogado astuto podría demandarnos”  dijo uno de ellos, otro sugirió que eso podría dañar la imagen pública de la medicina, pero hubo algunos que solo veí­an las posibilidades: una forma de prevenir el contagio de enfermedades venéreas estaba a la puerta.  Entre los entusiastas del experimento estaba el doctor John Cutler, que en ese momento, 1943, tenía 28 años.

Finalmente el director de la prisión les autorizó trabajar con los internos, pero les puso varias condiciones: todos los que participaran debí­an saber plenamente a lo que se arriesgaban, era preciso que les informaran de los síntomas que sufrirán y de la posibilidad de no ser curados. Además, no podían prometerles ayuda para reducción de condenas o revisión de juicio, también les obligó a pagarles US$100 a cada uno. 241 presos aceptaron participar, pero el experimento fracasó. No era sencillo contagiarlos de manera artificial. Así­ que abandonaron el proyecto.

Cutler no se daba por vencido. Dos años después del fracaso en la cárcel conoció a un médico guatemalteco, Juan Funes, director del departamento de Control de Enfermedades Venéreas de Guatemala. Funes le mostró las múltiples posibilidades que Guatemala ofrecía para la investigación cientí­fica. Le contó que las prostitutas estaban registradas en los centros de sanidad y que cada mes debían realizarse un chequeo, sería sencillo utilizarlas como fuente de transmisión. Le dijo además que las autoridades no tendrían ningún problema en permitirle trabajar con enfermos mentales o presos. Y así­ fue. En 1947 Cutler llegó a Guatemala con el propósito de infectar con sífilis, gonorrea y chancro a cuantos guatemaltecos pudiera. Esta información consta en el informe que la comisión estadounidense encargada de estudiar el caso entregó en septiembre pasado al presidente Obama.

“Sabemos que el Gobierno sabía de estos experimentos, de lo que hay evidencia es que para ellos, en esa época, significaba un avance científico importante, eso era lo que se manejaba oficialmente”, dice Mejía. “De lo que no hay evidencia suficiente es del grado de conocimiento que pudieron tener las autoridades sobre los mecanismos que se utilizaron para infectar a las personas.

Porque cuando uno ve el objetivo primario de ellos, que era encontrar un modelo humano de infecciones de transmisión sexual, ya lo deja a uno muy preocupado, porque por un lado significa sufrimiento de las personas y por otro lado porque se estaban haciendo los experimentos de la misma manera que los nazis hacían con prisioneros rusos, polacos o judíos. Les inoculaban malaria, tifus y algunas enfermedades de transmisión sexual”, agrega. En los registros hay datos que confirman que el ministro de Salud (Luis Galich) y el de Gobernación dieron su visto bueno,  también los directores del hospital psiquiátrico (Carlos Salvado), el hospicio (Héctor Aragón) y el director del servicio médico de la prisión (Roberto Robles Chinchilla).

El objetivo principal de los investigadores era descubrir si el orvus mapharsen servía como profiláctico en la sífilis. Por ello pretendían enfermar a soldados y pacientes del siquiátrico para luego tratarlos con la nueva medicina y determinar si era o no efectiva. Pero a muchas de sus víctimas solo las contagiaron y luego se olvidaron de ellas. De 1,308 pacientes documentados se sabe que solo 678 recibieron tratamiento después de infectarles.

Don Federico no fue de los “afortunados” que sí­ recibieron medicamentos después de la infección. No pasó mucho tiempo antes de que las consecuencias de aquellas inyecciones se manifestaran en su cuerpo. Sentía ardor y orinaba sangre. “Además tení­a mucha materia”, recuerda; la “materia” es el pus que suelen ocasionar enfermedades como la gonorrea. Al terminar el servicio militar volvió a su aldea, donde el centro de salud no existe y donde los médicos no se asoman jamás. “Me curé yo sólo” dice, “con plantas y tés”.

La comisión guatemalteca que estudia el caso, liderada por el vicepresidente Rafael Espada, calcula que el número de infectados fue mayor del que reporta Estados Unidos. “Encontramos bastante evidencia. Y creemos que son más de 2.500 afectados” dice Carlos Mejía, presidente del Colegio de Médicos y parte del equipo que investiga en Guatemala.

Lo primero que hicieron en Guatemala los médicos estadounidenses fue buscar trabajadoras sexuales para contagiarlas de manera artificial, después las llevaron con los presos y soldados para que mantuvieran relaciones sexuales. Sin embargo, no conseguían contagiarlos; en un primer intento de 93 hombres expuestos a sexoservidoras con enfermedades venéreas, solo cinco se infectaron, de acuerdo con los archivos que halló la comisión estadounidense. Una misma prostituta debía acostarse con ocho soldados en poco más de una hora. Quizá los contagios no se daban porque Cutler no era demasiado brillante y obviaba cosas tan fundamentales como cerciorarse de que las prostitutas realmente estaban enfermas antes de pedirles que se acostaran con los soldados.

“Estos experimentos no parecen haber contribuido mayor cosa por la forma en la que fueron diseñados”, opina Mejía. “Fueron diseñados para tratar de generar un modelo humano que pudiera servir para probar que ciertos medicamentos eran útiles para prevenir infecciones de transmisión sexual en soldados americanos, era un estudio dirigido a proteger a las tropas americanas y los resultados no fueron suficientemente completados. Fueron muy minuciosos en la toma de datos, en la descripción de lo que veían, pero al final lo que ellos querían ver era si curaba o no curaba  a los pacientes, o si prevenía la infección y eso fue exactamente lo que les faltó documentar. No podía servir desde el momento en que deciden inocular a las personas de una forma en que naturalmente no sucedería. La contribución fue prácticamente ninguna”, agrega.

Como el contagio natural no funcionó, los médicos decidieron intentar nuevas formas de contagio artificial. Y probaron de todo: inyecciones, insertar pus con gonorrea en los órganos genitales, el ano, la uretra e incluso los ojos. También hicieron punciones lumbares para llevar el virus directo al sistema nervioso y les obligaron a beber brebajes con sífilis para de paso comprobar si la enfermedad podía contagiarse con besos o sexo oral. “Pusieron casi el mismo esfuerzo en contagiar que en probar los tratamientos de prevención de la gonorrea”, dice el estudio presentado por la comisión estadounidense. En otras palabras: se esforzaron en enfermar casi tanto como en curar.

En su intento se cobraron la vida de cerca de 83 personas, una de ellas fue Berta. Se sabe poco de su vida, pero mucho de su muerte. Berta estaba internada en el hospital psiquiátrico; en los archivos no se guardó ni su edad ni su apellido. Solo se conoce que fue inyectada con sífilis en un brazo y más tarde con pus contaminado con gonorrea en los ojos, el ano y la uretra. A los pocos días los ojos de Berta se llenaron de pus amarillo y la uretra empezó a sangrarle. Murió en agosto de 1948  luego de siete meses en los que los médicos estadounidenses la utilizaron a su antojo.

Así infectaron a soldados, presos y enfermos mentales. A los niños del orfanatorio los emplearon solo para probar métodos de análisis de sangre. Como las pruebas solían dar muchos falsos positivos querían testear distintas formas de examinarlas para evitar confusiones, los niños eran material perfecto porque tenían la certeza de que no estaban infectados. Ninguno de los que participaron en los experimentos dio su consentimiento para que les hicieran las pruebas. Todos fueron sujetos de experimentación sin siquiera imaginarlo. En la cárcel de Estados Unidos los presos eran voluntarios, muy bien informados y a cambio recibían US$100, a los guatemaltecos a veces les daban un paquete de cigarros o un jabón.

Se sabe que después de que los estadounidenses partieron, médicos guatemaltecos continuaron los experimentos, entre ellos Carlos E. Tejeda, que en ese entonces era jefe del departamento médico del Ejército; y Salvado, que dirigía el psiquiátrico.

Sin rencor

Quizá es por la paz que se respira en el lugar, o quizá es porque don Federico es una de esas personas que han logrado llevar al otoño de la vida solo las cosas buenas que juntaron en los años anteriores: las alegrías, los recuerdos felices, las sonrisas de los hijos y los nietos, pero Federico no odia ni guarda resentimientos contra quienes le enfermaron. No hay ni en su voz ni en su mirada un dejo de rencor.

Quienes le contagiaron probablemente no imaginaban que Federico volvería a un sitio donde la medicina no existe. Porque no es lo mismo estar enfermo en un sitio a donde una ambulancia puede llegar, que estar enfermo en un lugar donde el médico más cercano está a cuatro horas a pie. No es lo mismo enfermarse en un lugar donde se puede ser curado, que en un sitio donde lo único posible es esperar la muerte. El año pasado la tormenta Agatha se llevó su vivienda, ahora duerme en una choza improvisada con bambú donde le acompaña un gallo atado con un lazo y una gallina que cacarea por todas partes. Sus hijos empezaron ya a construirle una casa de block, pero hasta que no está terminada tiene que pasar las noches en un cuartito que filtra los rayos de luz y las gotas de lluvia.

De sus días en el Ejército recuerda la pobreza: les daban un solo uniforme que si se rompía debían remendar y dormían en carpas de lona. La paga al final de mes era de Q5, con lo que no podía comprar casi nada. Aún así logró ascender a soldado primero.

Don Federico nació en San Agustín Acasaguastlán, pero muy joven se trasladó a la aldea, donde vivió con su madre por mucho tiempo. La pobreza es una constante en su vida. Nunca fue a la escuela ni aprendió a leer o escribir. Al salir del Ejército conoció a su esposa, con la que tuvo siete hijos. “Cuando está enfermo, entre hombre y mujer se pasa la enfermedad”, explica; “a veces uno no sabe qué tiene y así­ se pasa”, se lamenta. Como en Las Escaleras no hay médico nunca supo el nombre de su enfermedad ni se enteró si había contagiado a su esposa, lo que sí­ sabe es que ella sufría de fuertes dolores y que murió, hace 20 años, sin que supieran bien por qué. Uno de sus hijos nació con herpes, otro con salpullidos en el cuerpo que nunca se le curaron y una de sus nietas sin pelo. Los diagnósticos, para ellos, quedan muy lejos.

Hasta el momento la comisión guatemalteca ha detectado a ocho posibles víctimas, don Federico todavía no está en la lista. “Teníamos una lista de 21 personas que podían haber sido víctimas pero solo ocho se presentaron con nosotros. Los listados se generaron a través del Ministerio de Gobernación, con ayuda del Procurador de los Derechos Humanos (PDH). En los ocho que se presentaron encontramos que no todos parecieran haber estado en contacto con los experimentos. Hay gente que piensa que puede estar relacionada porque su pareja pudo haber pertenecido a los grupos, pero ese nivel de identificación tendrá que hacerlo la Procuraduría General de la Nación y al Procurador de los Derechos Humanos”, explica Mejía.

Para determinar si son afectados, los médicos nacionales pretenden hacer un examen de sangre que, en el caso de sífilis, demuestre que estuvieron infectados, la prueba puede mostrar que hubo infección a pesar de que han pasado ya más de sesenta años. Sin embargo, si hubo gonorrea o chancro no hay examen que lo descubra.

Del Gobierno todavía nadie ha visitado a don “Fede”, los que sí­ han llegado y por montones han sido periodistas extranjeros. Cuando un abogado se enteró del caso fue a la aldea y les ofreció demandar a los Estados Unidos; el hijo mayor de don Federico firmó un documento en el que le otorgaba el 40 por ciento de lo que ganaran como indemnización. A partir de ahí el abogado se encargó de gestionar las entrevistas, llegaron franceses, estadounidenses, españoles y un alemán. Más tarde la familia se enteró de que el letrado cobraba US$1,000 por entrevista. Don Federico hasta ahora no ha recibido ni un quetzal.

Quizá no todos los médicos guatemaltecos que ayudaron en las investigaciones comprendieron lo que el doctor Cutler realmente estaba haciendo. Una prueba de ello es la carta que el doctor Roberto Robles Chinchilla, entonces director de los servicios médicos de la penitenciaría, escribió a Cutler en 1948: “reciba nuestra eterna gratitud, que permanecerá por siempre en nuestros corazones por la noble y gentil manera que tuvo para aliviar el sufrimiento de los prisioneros de esta penitenciaria”. Lo que Cutler había hecho era darle tratamiento a 139 prisioneros, 92 de los cuales él mismo habí­a infectado.

modificado el 28 de noviembre de 2013