Salud y Fármacos is an international non-profit organization that promotes access and the appropriate use of pharmaceuticals among the Spanish-speaking population.

ENSAYOS CLÍNICOS

Ensayos clínicos y ética

Los medicamentos más vendidos se testan en personas sin hogar. Como los indigentes y enfermos mentales se utilizan como cobayas de laboratorio. (The best-selling, billion-dollar pills tested on homeless people. How the destitute and the mentally ill are being used as human lab rats)
Carl Elliott
Matter, 28 de Julio de 2014
https://medium.com/matter/did-big-pharma-test-your-meds-on-homeless-people-a6d8d3fc7dfe
Traducido por Salud y Fármacos

Hace dos años, en una tarde gris de enero visité el refugio para desamparados de Ridge Avenue en Filadelfia. Estaba buscando a los pobres que habían sido pagados para probar medicamentos experimentales. Las calles alrededor del refugio estaban cubiertas de edificios en ruinas con alambre de púas, y un perro pit bull ladraba detrás de una cerca de alambre. Un joven se desplomó en la acera, estaba tembloroso con los ojos vidriosos. Mi guía, un activista local en salud mental llamada Connie Schuster, le preguntó si estaba bien, pero él no respondió. “Creo que ha usado heroina” dijo.

Llegamos al refugio, donde un guardia de seguridad estaba cacheando a los residentes para asegurarse de que no llevasen armas. Los empleados no tardaron mucho en confirmar que algunas de las personas que viven allí estaban participando en estudios de investigación. Dijeron que los estudios se anuncian en los periódicos locales, y que los reclutadores visitan el refugio. “Te dan una una bolsa de papel de gran tamaño lleno de píldoras,” me dijo al día siguiente un residente de día del refugio, mostrándome un gran cuaderno. Él se había ofrecido como voluntario en dos estudios. Señaló una pila de tarjetas de visita que había en un escritorio junto a nosotros; que había dejado un reclutador local. Mientras hablábamos, me di cuenta de que en un televisor al otro extremo del cuarto se proyectaba un anuncio de un estudio sobre un nuevo medicamento para el TDAH.

Si está buscando a personas pobres que hayan recibido una compensación por testar medicamentos experimentales, Filadelfia es un buen lugar para empezar. En la ciudad hay cinco escuelas de medicina, y hay compañías farmacéuticas y las que se especializan en investigación de medicamentos a todo lo largo de un corredor del noreste del país que llega hasta el estado de New Jersey. También cuenta con la población de personas sin hogar más visible del país. En Filadelfia, la gente sin hogar parece estar en todas partes: durmiendo en Love Park, desplomados en los bancos de la estación suburbana, o en los bordes de Benjamin Franklin Parkway, a la espera de las comidas gratis que una iglesia local distribuye los sábados.

En otra ocasión, me encontré con personas que en el pasado habían participado en ensayos clínicos a la entrada de una iglesia que sirve comidas a las personas sin hogar. Cuando llegué ya había comenzado el servicio religioso, y una música gospel estridente resonaba en aquella habitación sombría. La congregación consistía en varias docenas de hombres negros sentados en sillas plegables. Muchos miraban al suelo.

Después del servicio hablé con un joven delgado que llevaba una camiseta sucia. Me dijo que había participado en un estudio ambulatorio de un medicamento contra la ansiedad. ” Una especie de nueva benzo”, dijo, mientras devoraba un plato de cereal Cheerios. (Benzodiazepinas, como Valium, Xanax, y Ativan se prescriben a menudo para la ansiedad.)

En el exterior, un hombre mayor llamado Steve me dijo que estaba tratando de entrar en un estudio relacionado con la depresión. “Ellos te hacen muchas preguntas y ven si usted sirve para el estudio”, dijo. “Si usted sirve, te recogen donde quiera que esté”.

Más tarde visité otro refugio, donde hablé con un hombre blanco de edad avanzada. “Yo diría que la mayoría de los chicos de aquí participan en esto”, me dijo, “porque reciben una gran cantidad de dinero y no tienen ni cinco”.

Una opción popular son los estudios sobre tratamientos para la adicción. En noviembre pasado, visité el refugio Sunday Breakfast Association (Asociación para el Desayuno Dominical), donde conocí a un hombre llamado George. George habló con mucha familiaridad y con una simpatía irónica, y me quedé perplejo cuando me dijo que había pasado tiempo en la cárcel y una vez intentó suicidarse. “Esta ciudad es jodidamente difícil, y cada vez es peor”, dijo. Le mencioné el folleto de reclutamiento que había visto fuera del refugio pidiendo sujetos con “dependencia a la cocaína”. George asintió. Me dijo que mucha gente comienza a tomar esas drogas sólo para calificar para esos estudios. “Usted toma esa mierda dos días antes para que aparezca en su sangre”. Mencionó que hacía poco había sido entrevistado para un ensayo en un centro de investigación que ejecuta estudios de adicción. “Había gente en la sala de espera que estaban tan drogados (high) como cometas”, dijo. “Estaban incoherentes.”

Pero los estudios más frecuentes son de medicamentos psiquiátricos: antipsicóticos, antidepresivos, medicamentos para la ansiedad y estimulantes. George solía tomar Risperdal, un antipsicótico. “Esa droga te convierte en un zombi”, dijo. Él simuló caer hacia un lado en su silla. “No podía sentarme sin dormirme”. Hizo un gesto hacia los demás residentes del refugio: “El 95% de los residentes tienen algún tipo de problema mental”

La mayoría de la gente piensa que la investigación farmacéutica es una actividad muy técnica que se realiza en los mejores centros médicos a nivel mundial. La realidad es algo diferente. Esto es evidente en un video que vi hace unos años. Al parecer, había sido grabado en un teléfono celular, y el fotógrafo, inició la toma tambaleándose. Aparecía un hombre moreno con gafas de sol y un collar y se presentó como el Dr. Johnny Edrozo, investigador psiquiátrico. Su camisa estaba desabrochada hasta la mitad de su pecho. “El último estimulante que va a salir al mercado es Vyvanse, que es a base de Dexedrine”, Edrozo dijo al entrevistador, deteniéndose de vez en cuando para masticar chicle. Por razones que no fueron explicadas, la entrevista tuvo lugar en un automóvil estacionado.

Esta fue mi introducción a South Coast Clinical Trials, una cadena de centros de investigación privados en el sur de California que se especializa en testar drogas psiquiátricas. Las compañías farmacéuticas ahora normalmente subcontratan la realización de los ensayos clínicos a organizaciones de investigación por contrato (Contract Research Organizations – CROs) como South Coast, que ejecutan los ensayos más rápidamente y a un costo más barato que las universidades. Su trabajo es simplemente seguir las instrucciones de sus patrocinadores. Y el sistema funciona. La industria de la investigación por contrato ha crecido de forma constante desde principios de 1990 y ahora puede generar más de US$100.000 millones en ingresos anuales, según el Centro Tufts para el Estudio del Desarrollo de Medicamentos. En la punta del triángulo están las corporaciones como Quintiles, que cuenta con 28.000 empleados y opera en unos 100 países. En el otro extremo están los médicos particulares y las pequeñas empresas como la South Coast, que tienen sus bases en centros comerciales o parques de oficinas suburbanas.

Dan Sfera, el propietario de South Coast, ha producido decenas de videos accesibles por Internet como éste, con el propósito ostensible de desmitificar la investigación con fármacos. (El objetivo no declarado, por supuesto, es generar negocio para sus instalaciones de investigación psiquiátrica). Visité a Sfera y a su colega Don Walters no mucho después de ver el video, y me presentaron a un participante en una investigación llamado Steve, garante de las buenas intenciones de los miembros del personal de la clínica de South Coast. “Me encanta este lugar”, dijo. “Es increíble. No te tratan como si tuvieras una enfermedad mental”. Steve era un hombre de mediana edad con una barba corta con manchas grises, y estaba empezando a participar en un estudio ambulatorio de Depakote, un medicamento anticonvulsivo que a veces se prescribe para el trastorno bipolar. Había llegado a la clínica con unos pantalones cortos de gimnasia rojos y zapatillas. Steve me dijo que durante el verano había estado hospitalizado durante cuatro semanas y había recibido ocho rondas de terapia electroconvulsiva. Mientras hablaba, sus manos temblaban tan violentamente que derramó su café en el suelo. Él parecía preocupado con su compañero de cuarto, de quien dijo que no se había duchado durante semanas. “El hombre tiene las uñas así de largas”, dijo, sosteniendo sus dedos a pulgadas de distancia.

Steve me dijo que se estaba quedando en una habitación con pensión completa, un establecimiento sin licencia donde la gente con enfermedades mentales tiene una habitación y comidas. A sugerencia de Sfera, visité uno de esos centros en el que vivían varios de los que participaban en las investigaciones de South Coast. Estaba ubicado en el centro sur de Los Angeles, un barrio sombrío con vallas metálicas y graffiti. El mobiliario de la casa era viejo, pero había un jarrón de flores en la mesa de café. Herbert Norman, el gerente de la casa, me dijo que tenía 21 residentes que vivían allí, y que muchos habían estado en ensayos clínicos. De hecho, Norman estaba inscrito en un ensayo manejado por South Coast. “Mi diagnóstico es bipolar II”, dijo, sorprendiéndome un poco. “Sí, bipolar con un poco de la esquizofrenia”. Un detector de humo roto sonaba en el fondo.

Pronto, un hombre muy grande que llevaba una camiseta negra del equipo de baloncesto Lakers salió de un dormitorio, y me dio un puñetazo suave antes de sentarse cómodamente en el sofá. Fue presentado como Harold. Su diagnóstico era de esquizofrenia paranoide, me dijo, y fue inscrito en un estudio ambulatorio de Abilify, un antipsicótico. Mientras hablábamos, una mujer mayor vestida de negro entraba y salía de la habitación, mientras se relamía los labios y tenía espasmos en la cara. Quería saber más sobre el estudio en que participaba Harold y si entendía los riesgos, pero él hablaba con un murmullo casi inaudible. “Siempre me pone nervioso tomar las píldoras”, dijo. “De alguna manera de repente uno se siente como un conejillo”. Dijo, sin embargo, que no había sufrido ningún efecto secundario. Cuando le pregunté a Harold cuánto le pagaban, dudó y miró a su alrededor, como si no quisiera que nadie lo oyera. Luego pidió un pedazo de papel y escribió el número 65.

Para encontrar a gente como Harold, algunas organizaciones de investigación por contrato tienen empleados que visitan los lugares que ofrecen habitaciones y comidas, y los refugios para desamparados. En Filadelfia conocí a un hombre llamado Ed Burns, quien me explicó cómo funcionan estos reclutadores. Cuando hablamos, Burns y su esposa habían estado en la calle por más de dos años; dijo que tenían problemas para conseguir espacio en los refugios, a pesar de que su esposa está embarazada y que Burns tiene trastorno bipolar y la depresión. “Yo estaba en tratamiento con Depakote y por ira casi maté a alguien”, dijo. “Me convirtió en una máquina de demolición”. Burns vivía en un refugio cuando recibió un mensaje diciendo que alguien del hospital de Veteranos estaba esperándolo afuera. Pero cuando salió, dijo, fue recibido por un representante de una compañía de investigación conocida como CRI Worldwide.

“Estaba cansado, tenía hambre, y media hora antes la policía nos había tratado como una mierda”, dijo Burns. “Y esta mujer está diciendo, ‘Imagine, en 40 días usted tendrá US$4000!’ El reclutador consiguió que testar fármacos sonara como unas vacaciones en un hotel de cinco estrellas, dijo Burns. “Es como si un hotel te ofreciera una estadía temporal. Ellos hablan de todos los beneficios en primer lugar, y suena muy bien, pero luego uno empieza a preguntar: ¿Qué tengo que hacer?”

No hace mucho tiempo, este tipo de ofertas se habrían considerado poco éticas. Pagar a cualquier voluntario era visto como problemático, más aún si los sujetos eran pobres, sin seguro, y su salud está comprometida por la enfermedad. Se consideraba que el pago podría tentar a los sujetos vulnerables a arriesgar su salud. A medida que los ensayos se han trasladado al sector privado, este cálculo ético ha cambiado. Primero hubo un incremento en las sumas que se puede pagar a los voluntarios: Muchos lugares donde se realizan ensayos clínicos ofrecen más de US$6,000 por participar como paciente hospitalizado. Los requisitos de elegibilidad han cambiado, también. Durante años, los centros de ensayos sólo recibían voluntarios sanos, sobre todo para testar la seguridad de medicamentos nuevos. Estos días la gente con asma, diabetes, enfermedad renal, enfermedad hepática, y otras condiciones pueden recibir un pago por participar en los ensayos.

Más sorprendente es que los reclutadores puedan acercarse a los pacientes con enfermedades mentales graves, como los que tienen trastorno bipolar y esquizofrenia. “Estamos buscando a individuos mayores de 18 años diagnosticados con esquizofrenia o trastorno afectivo esquizoide”, decía un anuncio en Craigslist en St. Louis. “Gane hasta US$2,800.00”. Casi al mismo tiempo, vi un anuncio de un centro de investigación de Los Ángeles que ofrecía tres veces más por un ensayo parecido. South Coast también hace ensayos con medicamentos experimentales para la esquizofrenia, pero sólo en pacientes ambulatorios y con medicamentos que han superado las pruebas iniciales de seguridad. A los voluntarios se les paga entre US$40 y $50 por visita. “Los pagos son suficientemente bajos como para no ser coercitivos, pero compensan por el tiempo invertido, y son un incentivo para volver”, dijo Sfera. Aún así, Walters, que ya ha dejado South Coast, añadió que el dinero es lo que motiva a la mayoría de los sujetos”. Yo diría que por lo menos de 85 a 90% de los clientes, es por eso que participan en los estudios.”

Las principales cuestiones éticas, por supuesto, son la competencia y el juicio de los presuntos sujetos. “Cuando usted dice ‘dinero’, todo lo demás sobra”, dijo Hanif Jackson, ex supervisor de programas en el refugio de la avenida Ridge en Filadelfia, que ya cerró. He oído lo mismo de Harvey Bass, un capellán que ha trabajado en el refugio de la Sunday Breakfast Rescue Mission (Misión del Desayuno Dominical) durante 15 años. Dijo que los reclutadores de estudios de medicamentos a menudo aparcan fuera de los refugios y se acercan a los residentes en la acera. Aunque Bass no pensó que fuera de su incumbencia desalentar a los residentes de participar en los estudios, estaba claro que no era exactamente un admirador. “Estos chicos no tienen trabajo, ni casa, pero tienen una adicción”, dijo. “Tiene a la gente en su estado más precario, y que va a decir que sí a todo”.

Sherman Howerton estaba sentado en las escaleras del refugio Station House en North Broad Street, cuando me lo encontré en Filadelfia el año pasado. Un hombre educado, bien hablado, de edad media, que vestía pantalón negro, una camisa blanca con una raya grande negra y tenis blancos y negros. Parecía un árbitro. “Sufro de esquizofrenia”, me dijo, explicando que solía tener lapsos de memoria y oír voces. Howerton participó en su primer estudio con antipsicóticos en 2010, y ha participado en tres más desde entonces, incluyendo un estudio hospitalario de Abilify. “El medicamento ayuda un montón”, dijo. Sin embargo, él tenía mucho sobrepeso, y me di cuenta que su boca se torcía cada pocos segundos.

Abilify fue el fármaco más vendido en Estados Unidos en 2013, con ventas de US$6.500 millones. También es el representante más visible de una clase extraordinariamente rentable de medicamentos. Los antipsicóticos han existido desde la década de 1950, pero durante los primeros 40 años de su existencia se reservaban para pacientes con enfermedades mentales graves, como la esquizofrenia. (Las revistas médicas los anunciaban con lemas como “Reduce la necesidad de terapia de choque y la lobotomía”). Habían buenas razones para restringir su uso: Los antipsicóticos puede causar efectos secundarios potencialmente peligrosos o incapacitantes, como rigidez muscular, temblores, inquietud extrema, y tics. El más notorio es la disquinesia tardía, una contorsión con espasmos en la boca y la lengua que pueden ser permanentes.

Hace unos 20 años, las compañías farmacéuticas comenzaron a sacar antipsicóticos “atípicos”, nuevos y mejorados, son los medicamentos como Risperdal, Zyprexa, Seroquel, y más tarde Abilify. Los antipsicóticos atípicos eran caros, pero los materiales de marketing los describían como más seguros y más agradables de tomar. A mediados de la década de 2000, los médicos estaban recetando los nuevos antipsicóticos para una vertiginosa amplia gama de condiciones, incluyendo el insomnio, la depresión, ansiedad, trastorno bipolar, agitación, autismo, el TDAH y el trastorno por estrés post-traumático. Las recetas de antipsicóticos para condiciones distintas a las enfermedades mentales graves se duplicaron, y se empezaron a utilizar rutinariamente en los hogares de ancianos, centros de atención de menores y prisiones.

La reputación de los atípicos fue tan estelar que muchos psiquiatras se sorprendieron cuando en el 2005 se publicó un gran ensayo, financiado por el gobierno federal conocido como el estudio CATIE. Los investigadores compararon los antipsicóticos atípicos más vendidos con un antipsicótico de la década de 1960 y descubrieron que, a pesar de lo que decía la propaganda, los medicamentos más nuevos no eran más eficaces que los antiguos y acarreaban cierto riesgo de producir los mismos efectos secundarios. Ese mismo año, la FDA agregó una advertencia en el etiquetado (ficha técnica) de los antipsicóticos, cuando se asociaron a un aumento de la mortalidad en pacientes ancianos con demencia. Poco después, investigadores británicos que habían dado seguimiento a pacientes en tratamiento con antipsicóticos atípicos durante un año mostraron que los pacientes no tenían mejor calidad de vida que los tratados con antipsicóticos más antiguos, a pesar de que su costo era mucho mayor.

Además estaban los problemas metabólicos. Casi desde el principio, los médicos informaron que los pacientes tratados con antipsicóticos experimentaban ganancias de peso repentinas. Algunos desarrollaron diabetes. A finales de la década de 2000, se alegó que los fabricantes de antipsicóticos atípicos habían utilizado estrategias de marketing engañosas y restaron importancia a los efectos secundarios. Bristol Myers Squibb llego a un acuerdo extrajudicial por cargos federales por comercialización ilegal de Abilify en 2007. Dos años más tarde, Eli Lilly se declaró culpable de cargos criminales y civiles por haber comercializado ilegalmente su exitoso atípico Zyprexa, y se vio obligado a pagar una multa de US$1.400 millones. Poco después llegaron los grandes acuerdos extrajudiciales o las sanciones contra AstraZeneca (por el Seroquel), Pfizer (por Geodon), y más recientemente, Johnson & Johnson pagó US$2.200 millones por comercializar ilegalmente Risperdal.

Aun así, los medicamentos permanecen en el mercado, y las compañías farmacéuticas están continuamente tratando de desarrollar nuevas versiones. En casi todos los campos de la medicina, las pruebas iniciales de los medicamentos nuevos se hacen en voluntarios, sanos donde la atención se centra en los efectos secundarios. Después de todo, es más fácil de relacionar los efectos secundarios con el fármaco si el paciente está sano. De no ser así, puede ser difícil discernir si un síntoma es el resultado de la propia enfermedad, o incluso de otra medicación que el sujeto esté tomando. También hay razones éticas para utilizar a los voluntarios sanos. Los estudios iniciales de seguridad, conocidos como ensayos de fase I, son casi puro riesgo sin ningún beneficio. Si un paciente enfermo se inscribe en este tipo de estudio podría tener que dejar de tomar un medicamento aprobado -un medicamento que bien podría estar beneficiándole- para probar la toxicidad de un tratamiento experimental.

Sin embargo, esto es precisamente lo que ocurre con los antipsicóticos, que se testan por primera vez en pacientes con enfermedades mentales, quienes a menudo tendrán que dejar de tomar medicamentos para participar en un ensayo. Y estos son ensayos que ofrecen pocas posibilidades de beneficio terapéutico, porque la mayoría de los fármacos fallan en algún momento durante la prueba. Un estudio examinó los medicamentos para el sistema nervioso central que se produjeron en el laboratorio de una compañía y se utilizaron en ensayos clínicos en humanos, sólo el 8% fueron eventualmente aprobados.

Si usted habla con los investigadores que realizan los ensayos, le van a decir que reclutar a enfermos tiene sentido porque los esquizofrénicos toleran mejor los antipsicóticos, y en dosis mucho más altas. “Usted ve diferentes perfiles de efectos secundarios”, dijo Charles Bailey, director médico de Accurate Clinical Trials (Ensayos Clínicos Precisos), un centro de investigación en Kissimmee, Florida. “Cuanto más enfermos están, mayor cantidad de medicamento consumen”. Este punto de vista es ampliamente compartido, pero se apoya en pocos datos fiables – y proceden principalmente de estudios con muestras pequeñas y de pocas horas de duración, y la mayor parte son con medicamentos genéricos más antiguos. Una visión más cínica es que los voluntarios sanos no tomarían estos medicamentos desagradables y riesgosos, aunque les pagaran mucho dinero. Incluso una sola dosis baja de un antipsicótico provocaría que algunos participantes experimentaran una bajada repentina de la presión arterial y desmayos. Muchas personas dicen que estos medicamentos los hacen sentir muy mal. Bob Helms, fundador de la revista ya desaparecida para voluntarios que participan en ensayos clínicos, Guinea Pig Zero, era un voluntario sano que participó en más de 80 ensayos, y describe a los estudios con antipsicóticos como “convertirse en medio retardado a cambio de un pago”.

Hay 10 fármacos antipsicóticos atípicos diferentes en el mercado de los EE UU, cada uno de ellos fue testado en seres humanos. Hay varios que son de acción prolongada o son inyectables, que requieren pruebas en humanos adicionales. Cuando la patente de un medicamento caduca, las compañías rivales suelen lanzar una versión genérica, que requiere aún más pruebas. Añada a todo esto los antipsicóticos experimentales que se testaron en voluntarios pero nunca llegaron al mercado, y se empiezan a entender las fuerzas económicas detrás de lo que vi en Filadelfia. Las compañías farmacéuticas necesitan a participantes con enfermedades mentales, y los refugios para desamparados están llenos de ellos.

En un albergue llamado My Brother’s House (Casa de mi Hermano) me encontré con un residente que llamaré Anthony, un hombre amable, de menos de 50 años, con una sonrisa alegre y una risa de ametralladora. Me dijo que había participado en más de 20 estudios de antipsicóticos. “Me dicen que soy un profesional”, dijo. Hablaba tan rápido que apenas podía mantener el ritmo. “Yo sólo participo en estudios de investigación en esquizofrénicos, aunque soy bipolar y esquizofrénico… Traté de participar en uno para pacientes graves, pero no me dejaron entrar. Tenía que haber estado escuchando voces todos los días de la semana, y yo sólo las escucho una o dos veces al mes”.

“Te tratan bien “, Anthony dijo cuando le pregunté cómo se sentía acerca de los estudios. “Usted mira la televisión. Tiene DVDs, CDs, PlayStation, Xbox. Piden que nos traigan comida de restaurante tres, cuatro veces a la semana. Comida china, sándwiches de queso y carne, alitas de pollo, pizza. Hace unos años me hicieron una fiesta de cumpleaños. Tuve que cortar la tarta. Me cantaron ‘Happy Birthday’, y lo hicieron bien”.

Anthony parecía sufrir de muchos efectos secundarios que se pueden esperar de alguien que haya tomado tantos antipsicóticos: diabetes, aumento de peso significativo, y rigidez de las extremidades, por la que toma un medicamento llamado Cogentin. Él, en general no atribuyó estos problemas a los estudios de investigación, con la excepción de su tendencia a escupir de cuando en cuando, y dijo “que no apareció hasta que participe en unos 12 o 13 estudios.”

Los sentimientos de Anthony no son inusuales; otras personas sin hogar que conocí me dijeron que apreciaban las comodidades de la unidad de investigación hospitalaria. A menudo, los efectos secundarios valen la pena, al menos en el corto plazo. Pero no siempre.

Hace un par de años, durante una mañana soleada visité el centro de investigación Lourdes Medical Center de Willingboro en el Condado de Burlington, New Jersey. La unidad estaba dirigida por CRI Worldwide, la misma empresa con la que Burns me dijo que había hablado (la compañía ahora se conoce como CRI Lifetree.) Su actividad giraba en torno a estudios de Fase I en pacientes hospitalizados, que a menudo conllevan un incremento gradual de la dosis de un fármaco hasta que los sujetos comienzan a sentir los efectos secundarios tóxicos. Algunos estudios de fase I también requieren procedimientos invasivos dolorosos o desagradables. Por estas razones, el pago a los sujetos en los ensayos de fase I es por lo general es mucho más alto de lo que se paga en un estudio ambulatorio.

Lo primero que pensé sobre CRI fue que no aparentaba ser exactamente ser un centro de excelencia clínica. La mayoría de los muebles se veían como si hubieran sido rescatados de una tienda del Ejército de Salvación. En las paredes habían avisos hechos en casa con mensajes como “descansos para fumar” y “solicitudes de dinero”. No parecía que se estuviera haciendo ningún estudio, pero algunas personas estaban vagando alrededor o viendo la televisión, quizás a la espera de ser examinados o evaluados.

Mi guía era Steven Glass, investigador en psiquiátrica, de unos 60 años que había trabajado con CRI durante 12 años. Llevaba una barba de chivo y un blazer azul celeste. Cuando lo llamé desde el vestíbulo, sin invitación y sin previo aviso, explicando que quería ver cómo era una unidad psiquiátrica donde se realizan estudios de Fase I, Glass accedió a regañadientes a mostrarme la parte cerrada al público. Yo estaba bastante seguro de que no me hubiera dejado entrar si le hubiera dicho mí otra razón para visitar el centro, que era ver donde había muerto Walter Jorden.

Jorden había ingresado en la unidad de ensayos CRI en abril de 2007. Era un veterano de 47 años de edad, padre de tres hijos, cuya esposa había muerto seis años antes. Su diagnóstico era esquizofrenia paranoide. Jorden oía voces que le decían que cometiera suicidio, y una vez trató de ahorcarse. Había sido hospitalizado por depresión, abuso de sustancias, y un posible problema cardíaco. Cuando empezaba a participar en el ensayo clínico tenía un ingreso mensual de US$845 por discapacidad y vivía en una destartalada casa de recuperación a las fueras de Filadelfia llamada New Desires (Nuevos Deseos).

CRI ofreció a Jorden un cheque a cambio de probar un fármaco antipsicótico llamado ASP2314, un compuesto experimental que en ese momento estaba desarrollando Astellas Pharma. Exactamente cuánto se le iba a pagar a Jorden no está claro, pero si las tasas de CRI fueran comparables a los de otros sitios, sería alrededor de US$2.000. Según los documentos presentados en el transcurso de una demanda por negligencia presentada posteriormente por la familia de Jorden, se esperaba que pasase un mes en la unidad. Durante ese tiempo se le daría el medicamento y a medida que se aumentara la dosis se irían monitoreado los efectos secundarios. En particular, el estudio requería que se monitoreara frecuentemente el ritmo cardiaco, la presión arterial y la frecuencia cardiaca, utilizando un electrocardiograma (ECG). Jorden también tenía que utilizar un monitor Holter, que es lo que los investigadores utilizan para registrar continuamente el funcionamiento del corazón.

El monitoreo del corazón estaba bien justificado. Los antipsicóticos pueden causar arritmias cardiacas, incluyendo una condición muy peligrosa llamada torsade de pointes, que puede ocasionar la muerte súbita. En 1996, un antipsicótico experimental no atípico llamado sertindol logró comercializarse en Estados Unidos después de asociarse a12 muertes súbitas e inexplicables durante los ensayos clínicos. Mellaril, un antipsicótico que se había prescrito con frecuencia, ahora lleva una advertencia de caja negra sobre el riesgo de arritmias y muerte súbita. Por esta razón, muchos ensayos fase I con antipsicóticos incluyen un cuidadoso monitoreo de los posibles problemas cardíacos.

El día ocho del estudio, poco después de las 10 de la mañana, Jorden dijo a un ayudante que estaba teniendo molestias en el pecho. Según los documentos presentados en la corte, estaba sudoroso y sin aliento. Llamaron a los médicos, incluyendo a Glass, el investigador a cargo del estudio. Decidieron que Jorden estaba teniendo un ataque de pánico y le recetaron Ativan, un medicamento contra la ansiedad. Una hora más tarde Jorden salió de su habitación y se dirigió a la estación de enfermeras, de nuevo sintiéndose mal, donde otro médico del CRI le explicó como respirar en una bolsa. Al mediodía le administraron una segunda dosis de Ativan; e inmediatamente comenzó a temblar y temblar, y luego cayó de espaldas, inconsciente. El personal intentó reanimarlo, pero a las 12:35 pm Jorden fue declarado muerto. Según la autopsia realizada más tarde, murió de un “infarto de miocardio”, o un ataque al corazón.

Parece poco probable que el infarto de Jorden fuera causado por la droga experimental. Pero de acuerdo con Jeffrey Fierstein, un cardiólogo que participó en el juicio como testigo experto para la familia de Jorden, los médicos involucrados no siguieron los protocolos de atención esperados al no tomarse más en serio la posibilidad de que Jorden estuviera teniendo un ataque al corazón. En opinión de Fierstein, no sólo ignoraron los signos clásicos de un ataque al corazón, sino que también omitieron realizar un electrocardiograma y se perdió la oportunidad de administrarle los anticoagulantes que podrían haber salvado su vida. Como Fierstein señala, “Lo que yo entiendo es que [el departamento de emergencia] estaba a la vuelta de la esquina; que estaba allí”.

Después de mi visita quise dar seguimiento por teléfono y correo electrónico, pero ninguna de las personas involucradas estaba dispuesta a hablar. Representantes de PRA, la organización de investigación clínica que adquirió CRI Lifetree en noviembre pasado, no respondieron a las preguntas. Joseph Goldberg, el abogado que representó a Steven Glass, se limitó a decir que todos los cargos contra su cliente se retiraron después de que el tribunal aprobara un acuerdo entre todas las partes involucradas en el caso. Incluso traté de llamar al número de un reclutador CRI que encontré en una tarjeta de visita que recogí en uno de los refugios de Filadelfia. Conseguí hablarle, pero la conversación fue breve, y el reclutador no tomó mis llamadas posteriores.

Mucha gente asume que los estudios de investigación clínica están estrictamente regulados para garantizar la seguridad de los participantes, pero este no es el caso. En la década de 1970, tras una serie de abusos importantes en investigación, los legisladores presionaron para establecer una agencia federal con poder para proteger a los participantes en investigación. Los líderes en investigación médica lucharon contra esta idea, sin embargo, cuando se aprobó la Ley Nacional de Investigación en 1974 surgió una alternativa muy diferente: una serie de comités de ética de investigación pequeños, conocidos como institutional review boards (IRBs) que originalmente se ubicaban en hospitales y escuelas de medicina, pero desde entonces la investigación clínica se ha ido desplazando hacia el sector privado. Muchos IRBs ahora son empresas con fines de lucro que revisan estudios a cambio de una tarifa.

Aun así, la mayoría de los ensayos tienen que ser revisados por un comité de ética, incluyendo los estudios que utilizan a las personas sin hogar. Los comités podrían tomar una posición en contra de esta práctica, y tal vez en algunos casos lo hacen. Averiguarlo es casi imposible, ya que tanto la FDA como los comités con fines de lucro, consideran que muchos de los documentos relacionados con los ensayos clínicos son secretos comerciales. Incluso el nombre del comité que revisó el ensayo es confidencial. Este secretismo significa que es difícil saber si los miembros de los comités de ética saben en dónde los centros de investigación están reclutando a los sujetos. También hay un conflicto de intereses que se debe considerar: Tal vez los comités no hacen demasiadas preguntas, porque si llegan a tener reputación de ser demasiado estrictos podrían empezar a perder clientes.

La protección federal no es mucho mejor. La supervisión de la FDA, por ejemplo, puede ser porosa: Un informe encontró que entre 2000 y 2005, la agencia tenía sólo 200 inspectores para monitorear unos 350.000 centros de investigación. Y si bien hay guías federales para la implementación de los ensayos clínicos, no está claro si el reclutamiento de sujetos con enfermedades mentales en albergues y casas de recuperación viola estas reglas. Estas guías requieren que la selección de participantes sea “equitativa”, y una protección especial para los sujetos que están “en desventaja económica” o “son discapacitados mentales”, ya que estas personas son “vulnerables a la coerción o a la influencia indebida”. Pero las directrices no mencionan a la enfermedad mental per se. Tampoco especifican lo que constituye estar “económicamente en desventaja”. La FDA se negó a discutir el tema conmigo, pero dijo en un comunicado que ni la ley federal ni sus propios reglamentos prohíben que las personas que viven en refugios para desamparados participen en ensayos clínicos.

Ninguno de los expertos en bioética o administradores de los comités de ética con los que hablé estaban dispuestos a defender públicamente el pago de los enfermos mentales sin hogar por participar en los ensayos clínicos, aunque la mayoría no parecía sorprenderse cuando les expliqué que estaba sucediendo. Pero hay algunos prominentes expertos en bioética que no ven la falta de vivienda como una barrera para la investigación. Cuando The Wall Street Journal informó en 1996 que la compañía farmacéutica Eli Lilly estaba reclutando alcohólicos sin hogar para estudios de investigación, Lilly respondió con la contratación de un panel de expertos de bioética dirigido por Tom Beauchamp, de la Universidad de Georgetown. El panel argumentó que probar la seguridad de los medicamentos en personas sin hogar no solo era razonable, siempre que se siguieran los procedimientos adecuados, sino que “sería injusto excluir a las personas sin hogar categóricamente como grupo”. Beauchamp y otro panelista, Robert Levine, de la Universidad de Yale, se convirtieron en consultores de ética pagados por Lilly.

Las directrices que rigen la selección de los sujetos de investigación también tienden a tener un defecto conceptual más profundo. En los notorios escándalos de investigación de la década de 1960 y 70, el elemento común era la explotación. En el estudio de sífilis de Tuskegee fue la explotación de los pobres hombres negros en Alabama; en el estudio de la hepatitis Willowbrook era la explotación de los discapacitados, los niños institucionalizados; en los experimentos de la prisión Holmesburg era la explotación de prisioneros. En cada caso, los investigadores con poder se aprovecharon de poblaciones vulnerables, para que hicieran de “voluntarios” para estudios en que la mayoría de las personas se negarían a participar.

Sin embargo, no verá la palabra “explotación” en las guías federales que rigen la investigación. Tampoco la verá en la Declaración de Helsinki, uno de los documentos más importantes de ética médica que se firmó por primera vez en la capital de Finlandia en 1964, ni en la mayoría de los códigos de ética de la investigación. Lo que usted verá en su lugar son instrucciones para evitar “coacción” e “influencia indebida”.

Los conceptos como “coacción” y “influencia indebida” son poco adecuados para las transacciones económicas. Ofrecer a las personas desesperadas dinero para poner en riesgo su salud puede estar mal, pero nadie está siendo coaccionado. Nadie está amenazando con dañar a los que se nieguen a convertirse en sujetos de prueba. Un paralelo sería la explotación laboral. El problema ético no es que la gente está obligada a trabajar en condiciones infrahumanas- es que la gente está desesperada por trabajar allí, en condiciones horribles, por unos centavos. El problema ético es si es aceptable aprovecharse de su desesperación.

Vi la misma desesperación en una visita al refugio Sunday Breakfast Association (Asociación de Desayuno Dominical) en Filadelfia. Yo estaba buscando a personas que hubieran participado en investigación en la sala de día. Era un espacio abierto grande, lleno de gente desplomada en las sillas, con los ojos vidriosos, o sentados con la cabeza agachada sobre una mesa. Muchos de ellos parecían somnolientos o drogados. No había televisión en la habitación, no había conversación, sólo silencio. El hedor de la orina y el sudor era insoportable.

Mientras iba de mesa en mesa, la gente comenzó a llamarme. No era que quisieran hablar con un reportero. Pensaron que era un reclutador para ensayos clínicos. “Quiero estar en un estudio”, gritó una mujer joven que llevaba una sudadera con capucha y estaba acurrucada en una esquina. Traté de explicarle que yo no era un reclutador, sólo alguien en busca de información, pero no había ninguna diferencia. Se corrió la voz rápidamente a través de la habitación. La gente me seguía llamando mientras salía por la puerta.

creado el 12 de Septiembre de 2017