Han transcurrido más de cinco décadas desde el descubrimiento de la fluoxetina, primer fármaco del grupo de los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), que transformaron el tratamiento de la depresión por su mejor tolerancia y menor riesgo de sobredosis que con los antidepresivos tricíclicos.
Estos fármacos se han prescrito a millones de personas en todo el mundo y siguen siendo relevantes (se estima que en 2021 se produjeron 332 millones de casos de trastorno depresivo mayor) [1, 2]. La utilización de los ISRS se ha acompañado de debates y alertas regulatorias, como la advertencia de la FDA en 2004 sobre un posible aumento del riesgo de suicidio en jóvenes, y el reconocimiento de que su suspensión abrupta puede causar un síndrome de abstinencia prolongado, por lo que hay que reducir la dosis de forma gradual.
La psiquiatra Joanna Moncrieff, profesora de Psiquiatría Crítica y Social en el University College de Londres, plantea tres cuestionamientos centrales en su libro Chemically Imbalanced:
La evidencia sobre su efectividad es contradictoria, con metaanálisis que informan beneficios clínicos mínimos frente a placebo [2] y otros que demuestran ventajas significativas [3].
Según Moncrieff, la hipótesis de un déficit de serotonina (o de la disminución de su actividad en el cerebro), carece de confirmación definitiva como causa del problema [4], aunque algunos clínicos consideran suficiente la eficacia terapéutica sin conocer completamente el mecanismo de acción.
Moncrieff advierte sobre la ampliación del diagnóstico de trastornos mentales que pueden inflar las tasas aparentes de enfermedad y favorecer la prescripción excesiva, especialmente ante la limitada disponibilidad de intervenciones no farmacológicas.
Ha aumentado la tendencia a convertir los estados de tristeza, preocupación, las conductas inadecuadas o las situaciones de miseria en diagnósticos médicos. Un seguimiento en Nueva Zelanda reveló que el 35% de los adolescentes y el 44% de los adultos cumplían criterios para etiquetarlos con un trastorno mental, lo que plantea la duda de si se trata de un incremento real o de una redefinición de lo que se clasifica como enfermedad [5].
Las guías NICE [6] recomiendan no usar antidepresivos como primera opción en casos de depresión leve, priorizando la ayuda guiada y reservando la combinación de terapia psicológica y farmacológica para casos más graves. Sin embargo, la falta de recursos, la escasez de tiempo en atención primaria y la presión por ofrecer soluciones rápidas facilitan el uso extendido de los ISRS sin abordar los factores psicosociales subyacentes.
En la mayoría de los casos los antidepresivos se prescriben sin atender las causas estructurales de los problemas psicosociales que originan el problema. Un estudio en The Lancet Psychiatry calcula que alrededor del 9% de las mujeres y cerca del 7% de los hombres con depresión mayor reciben un tratamiento básico (farmacoterapia o psicoterapia), lo que evidencia que hay una gran demanda de atención no cubierta.
A pesar de las controversias, no se propone interrumpir de forma abrupta la prescripción de los ISRS ni su consumo, sino fomentar un uso más racional, basado en la mejor evidencia científica disponible, y complementado con estrategias de atención integral para responder a la elevada necesidad insatisfecha y creciente en salud mental.
Por otra parte, Gøtzsche denuncia la persistencia del mito del “desequilibrio químico” en la información oficial de los prospectos sobre antidepresivos, critica la pasividad de la MHRA ante esta tergiversación de la información que se ofrece a los consumidores y llama a un debate más honesto y riguroso sobre la verdadera naturaleza de la depresión y el rol limitado de los fármacos antidepresivos en su tratamiento [7].
Gøtzsche cuestiona que los prospectos de antidepresivos en el Reino Unido sigan afirmando que la depresión se debe a un “desequilibrio químico en el cerebro” [7] porque considera que ese tipo de mensajes induce a los pacientes a creer que tienen un desequilibrio neurobioquímico permanente que solo puede corregirse con fármacos antidepresivos, lo cual fomenta la cronificación del tratamiento y refuerza la dependencia farmacológica de personas infelices.
En su artículo, Gøtzsche también enfatiza que no existe evidencia científica sólida que respalde esa teoría, desmentida recientemente en la revisión sistemática y rigurosa liderada por la psiquiatra Joanna Moncrieff y afirma que: “Hay abundante evidencia de que las personas se deprimen porque viven vidas deprimentes. La depresión NO es un trastorno cerebral… Tenemos conocimiento de varias publicaciones recientes que proponen otros mecanismos etiológicos que podrían ser la base de la depresión y afecciones relacionadas. La evidencia en desarrollo continúa bajo revisión exhaustiva y forma parte de las evaluaciones continuas del balance riesgo-beneficio de los medicamentos inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina” [7].
Fuente original:
Referencias relacionadas citadas en el artículo original:
Otras referencias: