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Ensayos de vacunas Covid-19 de segunda generación: una nueva revisión del debate sobre el uso de placebo en los ensayos clínicos que se realizan en países en desarrollo

(Trials for second generation Covid-19 vaccines: Revisiting the debate over placebo use in developing country clinical trials)
Peter Lurie
Indian Journal of Medical Ethics, 23 de marzo de 2021
https://doi.org/10.20529/IJME.2021.023
Traducido por Salud y Fármacos

Tags: Covid-19, ensayos de vacunas, ética, placebo, países en desarrollo

Resumen
Este artículo compara el debate actual sobre el uso de placebos en los ensayos clínicos de vacunas Covid-19 de segunda generación que se realizan en los países en desarrollo con los debates sobre casos paradigmáticos previos que plantearon cuestiones similares. En comparación con los anteriores ensayos de zidovudina y Surfaxin, es probable que los ensayos de la vacuna Covid-19 confieran un menor riesgo a los grupos placebo y haya un mayor número y variedad de diseños alternativos de estudio. Sin embargo, recurrir al mundo en desarrollo para llevar a cabo estudios que serían inaceptables en los países desarrollados, simplemente por el hecho de que las vacunas Covid-19 no suelen estar disponibles en los países en desarrollo, no es justificable desde el punto de vista ético. Esto es así, tanto si la justificación se basa en la ausencia total de vacunas en un país determinado como en las prácticas de priorización de vacunas de los países en desarrollo, porque en el fondo ambas cosas se derivan de condiciones económicas, no científicas. Sin embargo, la aparición de variantes que pueden generar verdadera incertidumbre respecto a la eficacia de la vacuna aprobada podría justificar un control con placebo, dependiendo de las características de la vacuna, la prevalencia de las variantes, el grado de resistencia de estas y la aceptabilidad de los estudios de puente inmunológico. Estos factores se deben considerar conjuntamente al evaluar la justificación ética de cualquier ensayo, que necesariamente se tendrá que hacer caso por caso,

Hemos llegado a un momento crítico en la evolución de la pandemia de Covid-19: se han autorizado 13 vacunas en al menos un país, normalmente en base a los resultados de ensayos aleatorios controlados con placebo [1]. Aunque no todos estos productos han recibido la aprobación reglamentaria completa, el elevado grado de eficacia que han demostrado -hasta del 95% en el caso de algunas vacunas [2, 3] – y su seguridad general sugieren que es probable que se aprueben. Por lo tanto, ya no estamos en un periodo en que el uso de un placebo en futuros ensayos de vacunas pueda justificarse simplemente con el argumento de que no existe un producto eficaz.

En este contexto, un Grupo Especial de Expertos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) consideró recientemente el uso de placebos en la evaluación de las vacunas Covid-19, concluyendo que “los países con acceso limitado o nulo a una vacuna eficaz conocida podrían, por tanto, permitir éticamente los ensayos controlados con placebo de vacunas de potencial relevancia para ellos, incluso cuando las vacunas eficaces ya se estuvieran comercializando en otros lugares” [4]. No se proporcionó ninguna justificación ética.

En gran medida, el debate sobre el uso de placebo como control en los ensayos clínicos que se realizan en los países en desarrollo cuando ya se ha demostrado la eficacia de una intervención se remonta a la controversia sobre el uso de placebo en los estudios para prevenir la transmisión del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) de las mujeres embarazadas infectadas a su descendencia [5, 6]. En 1994, tres años antes de que estallara la polémica, un ensayo controlado con placebo del fármaco zidovudina demostró en EE UU y Francia que un tratamiento de aproximadamente US$1.000 podía reducir la transmisión del VIH en aproximadamente las dos terceras partes. En los 15 estudios que fueron centro de la posterior controversia, los investigadores trataron de evaluar la eficacia de un tratamiento más reducido de zidovudina, un antiviral diferente o un tratamiento no antimicrobiano para reducir la transmisión del VIH, utilizando como control productos placebo u otros regímenes de eficacia desconocida.

Justo cuando la controversia sobre los ensayos con zidovudina amainaba, se propuso otro ensayo relacionado con el uso de placebos en los ensayos de la vacuna Covid-19. El fármaco en cuestión era Surfaxin, un surfactante sintético producido por Discovery Laboratories, una empresa farmacéutica estadounidense. Los surfactantes son fármacos que se administran a los bebés con síndrome de insuficiencia respiratoria neonatal, una causa importante de mortalidad neonatal en todo el mundo. En el momento en que se propuso el ensayo, en el año 2000, docenas de ensayos aleatorios y controlados, muchos de ellos con placebos, habían logrado que la FDA aprobara cuatro surfactantes. Casi una década antes de la investigación propuesta, el New England Journal of Medicine describía a los surfactantes como “sin duda la nueva terapia más estudiada en la atención neonatal” [7], y un metaanálisis de Cochrane sobre los surfactantes sintéticos publicada el año 2000 calculaba que podían reducir la mortalidad a los 28 días en un 34% en comparación con el placebo y concluía que “ya no se justifican más ensayos de surfactantes sintéticos controlados con placebo” [8]. Sin embargo, los Laboratorios Discovery propusieron llevar a cabo precisamente un ensayo de este tipo en Bolivia y otros países a designar posteriormente.

Algunos observadores (no este autor) hicieron una distinción ética entre estas dos situaciones, a pesar de que ambas implicaban un seguimiento prospectivo de pacientes que no recibían una terapia óptima debido a la falta de acceso derivada de una situación económica, para muchos estaba claro que los investigadores en los estudios sobre la zidovudina, que contaban principalmente con el apoyo de agencias de investigación del mundo desarrollado y entidades multilaterales, estaban comprometidos de buena fe con un esfuerzo por identificar terapias asequibles adaptadas a las condiciones del mundo en desarrollo. Pero para esos observadores el caso de Surfaxin era más sospechoso, porque el afán de lucro de la empresa era fácilmente perceptible (como lo sería en el caso de las empresas que producen vacunas contra el Covid-19). Como declaró la Comisión Consultiva Nacional de Bioética de EE.UU. refiriéndose al Surfaxin, “en estudios de este tipo, que involucran una enfermedad potencialmente mortal y para la que existe un tratamiento establecido y eficaz, no está permitido utilizar placebo como control” [9].

La controversia sobre los ensayos con zidovudina provocó la revisión de la Declaración de Helsinki de la Asociación Médica Mundial, que en su actual versión afirma que se pueden utilizar placebos tras la identificación de una intervención probada cuando “por razones metodológicas convincentes y científicamente sólidas sea necesario el uso de cualquier intervención menos eficaz que la mejor probada, el uso de placebo o ninguna intervención para determinar la eficacia o la seguridad de una intervención” y los que participen en dichos ensayos “no estarán sujetos a riesgos adicionales de daños graves o irreversibles como resultado de no recibir la mejor intervención probada” [10]. La guía ética internacionales que rige la investigación relacionada con la salud en seres humanos, que ha elaborado el Consejo de Organizaciones Internacionales de Ciencias Médicas (CIOMS), declara que “Como norma general, el comité de ética en investigación debe garantizar que los participantes en el grupo control de un ensayo con una intervención diagnóstica, terapéutica o preventiva reciban una intervención eficaz ya establecida” [11] pero prevé excepciones que en términos generales son similares a las de la Declaración de Helsinki.

La cuestión que se nos plantea, por tanto, es si existen motivos éticos que justifiquen el uso de placebo en los países en desarrollo, cuando se haya demostrado la eficacia de las vacunas Covid-19. ¿Se pueden aplicar las limitadas excepciones a la prohibición del uso de placebo cuando se ha identificado una intervención eficaz? Dicho de otro modo: si usted es alguien que se opuso al uso de placebo en los ensayos con zidovudina o Surfaxin (como lo hizo este autor) ¿puede diferenciar la situación actual de la vacuna Covid-19 de esos ensayos anteriores con la suficiente claridad como para justificar el uso de placebos en la actualidad? (Esta evaluación asume que se cumplen las condiciones adicionales necesarias para la realización ética de ensayos clínicos en países en desarrollo: la investigación es relevante para las necesidades del país anfitrión y cualquier vacuna que se demuestre efectiva se pondrá a disposición de los participantes en el grupo placebo y de los habitantes locales, de manera más general, bajo condiciones razonables).

Comparación de los riesgos
Cuando se considere el uso de placebo hay que intentar estimar la magnitud del riesgo asociado a su uso. Algunos riesgos pueden ser tan mínimos que se puede justificar el placebo incluso cuando se dispone de terapias eficaces (por ejemplo, los antihistamínicos para la alergia estacional). Pero la estimación de este riesgo es una tarea intrínsecamente complicada en el marco de Covid-19, ya que la propia naturaleza de una pandemia incluye cenit y nadir, y por la variabilidad de la incidencia per cápita entre las regiones. Pero, utilizando los datos de los primeros ensayos de la vacuna, podemos estimar el exceso de incidencia de la enfermedad como resultado de la falta de vacunación. En concreto, podemos estimar la diferencia entre los porcentajes de individuos que experimentan un evento (Covid-19 sintomático) en los grupos de placebo y los que tuvieron la misma experiencia estando en los grupos vacunados.

En el caso de las vacunas de Pfizer/BioNTech y Moderna esas diferencias fueron del 0,84% [2] y del 1,24% [3] respectivamente, durante los dos meses de duración del estudio, lo que implica que uno de cada 119,0 ([1/0,84]*100) y uno de cada 80,6 ([1/1,24]*100) participantes en los grupos placebo contrajeron una infección sintomática por el SRAS-CoV-2 que se habría evitado si se les hubiera asignado al azar la vacuna en estudio. Si partimos de la base de que el 1% de estas infecciones son mortales, podemos suponer que en un futuro ensayo, aproximadamente uno de cada 10.000 participantes en el grupo placebo podría morir por no haber recibido la vacuna. De hecho, entre los 32.398 pacientes tratados con placebo en los dos ensayos mencionados anteriormente, solo hubo una víctima mortal que se consideró que había sido resultado del Covid-19.

¿Cómo se comparan estos riesgos con los de los ensayos con zidovudina y Surfaxin? En el estudio original sobre la zidovudina, las tasas de infección perinatal en los grupos tratados y los grupos placebo fueron el 8,3% y el 25,5%, respectivamente, lo que significa que se salvó la vida de un recién nacido cada 5,8 veces ([1/ (25,5-8,3)]*100) que se administró el tratamiento [12]. Esta eficacia y rentabilidad es muy superior a la de la gran mayoría de las intervenciones de la medicina moderna. En el ensayo con Surfaxin, se estimó que por cada 19,1 veces que se utilizó un placebo en lugar de un comparador eficaz conocido, se perdería la vida de un neonato [13]. Claramente, aunque existe un riesgo para los sujetos en los ensayos de la vacuna contra el Covid-19, es considerablemente menor que en los ensayos anteriores.

Disponibilidad de diseños alternativos de estudio
En el análisis ético de cualquier diseño de ensayo clínico, es fundamental considerar diseños alternativos al ensayo aleatorio controlado con placebo, que generalmente se considera el referente para tales evaluaciones. Estos diseños alternativos deben ser capaces de responder a una pregunta de investigación pertinente para la salud pública, y también deben ser factibles en el contexto en el que se va a realizar el ensayo. En la medida en que no se cumplan estas condiciones, se refuerza el argumento a favor de un ensayo controlado con placebo.

En los ensayos con zidovudina, un diseño alternativo consistía en un ensayo de no inferioridad en el que, en lugar de intentar demostrar la superioridad con respecto a un placebo, los investigadores intentaban establecer que un nuevo candidato a tratamiento no es inferior a la terapia aceptada en más de un porcentaje preestablecido (es decir, el ” margen de no inferioridad”). De hecho, en los ensayos con zidovudina, un estudio financiado por los Institutos Nacionales de la Salud realizado en Tailandia comparó tres regímenes de zidovudina más sencillos con el régimen completo, sin recurrir a un placebo [14]. Partiendo de supuestos realistas (como que, para demostrar la no inferioridad, la nueva terapia podría permitir la transmisión perinatal en no más de un 6% más de embarazos que el régimen estándar), un estudio de no inferioridad habría requerido un 24% más de pacientes que uno controlado con placebo, una diferencia modesta y probablemente insignificante en el contexto de la distribución de medicamentos antivirales en los países en desarrollo en aquella época [5].

El dilema del Surfaxin sugería dos alternativas de diseño a un ensayo controlado con placebo. Una opción era un estudio de no inferioridad frente a un surfactante aprobado; de hecho, el patrocinador tenía previsto realizar un estudio de este tipo en Europa. Otra opción era realizar un estudio de superioridad que comparara la eficacia de Surfaxin con la de un surfactante aprobado para determinar cuál era más eficaz. Pero la FDA explicó que “un ensayo de superioridad [de Surfaxin] frente a una terapia aprobada generaba un obstáculo para demostrar eficacia clínica que el patrocinador consideraba demasiado alto para este medicamento” [13].

En el caso de los ensayos de una vacuna contra el Covid-19, puede haber, al menos en teoría, aún más alternativas a un ensayo aleatorio controlado con placebo. En primer lugar, una nueva candidata a vacuna se podría comparar con un producto autorizado para establecer cuál es superior. Este tipo de diseño, aunque proporciona información útil desde el punto de vista clínico, no es práctico si el comparador es una de las vacunas actualmente autorizadas en EE UU, ya que las altas tasas de eficacia (alrededor del 95%) requieren que los tamaños de muestra sean enormes. Y el tamaño de las muestras es importante en el contexto de una pandemia en evolución, que se cobra más vidas por unidad de tiempo que, por ejemplo, la transmisión perinatal del VIH en la década de 1990.

Una segunda posibilidad es un ensayo de no inferioridad, como se ha comentado antes para los ensayos con zidovudina y Surfaxin. Las directrices de la FDA [15] y la OMS [16] sobre los criterios de éxito de una vacuna Covid-19 exigen la demostración de una eficacia mínima del 50%, con un límite inferior de 30%. Estas directrices, publicadas en junio y noviembre de 2020, respectivamente, estipulaban además que los márgenes de no inferioridad en comparación con una vacuna eficaz (ninguna había sido autorizada en ese momento) no fueran superiores al 10%. Pero pocos preveían la eficacia del 95% que demostraron las dos primeras vacunas estadounidenses que se autorizaron [2, 3].

Se puede argumentar de manera convincente que se podrían aceptar márgenes de no inferioridad bastante más amplios que el 10%, sobre todo si la vacuna presenta características deseables, como un mejor perfil de seguridad, un régimen de dosificación de dosis única o requisitos de almacenamiento menos onerosos. De hecho, la vacuna de Oxford/AstraZeneca, con una eficacia global del 70,4% (IC del 95%: 54,8-80,6%) [17] se ha autorizado en unas dos docenas de países por algunas de esas razones. Si se utilizaran las vacunas de Pfizer/BioNTech o Moderna como control activo, se podría contemplar un margen de no inferioridad de hasta un 30% o más (la vacuna seguiría teniendo al menos un 65% de eficacia).

En una evaluación de una serie de escenarios se encontró que un ensayo de no inferioridad podría requerir de dos a tres veces más años-persona de seguimiento que un ensayo controlado con placebo, lo que podría lograrse mediante una combinación de tamaños de muestra más grandes y un seguimiento más largo [18]. Un ensayo de este tipo “podría permitir evaluaciones aleatorias fiables de la eficacia y seguridad de las vacunas experimentales contra el Covid-19”, concluyeron los autores.

Sin embargo, los ensayos de no inferioridad dependen de la “presunción de constancia”, es decir, que la eficacia de la vacuna con la que se compare será la misma en el contexto del ensayo de no inferioridad que la que se obtuvo en el ensayo original controlado con placebo. Esta presunción se cumplió en los casos de la zidovudina y el Surfaxin, pero se puede cuestionar cuando intervienen nuevas variantes del virus (véase más adelante).

Una tercera opción sería un ensayo de provocación, en el que se administra una dosis infecciosa de SARS-CoV-2 por vía intranasal. Este diseño plantea una serie de problemas éticos obvios [19], cuya consideración está fuera del alcance de este artículo. El atractivo de este diseño es que los investigadores no tienen que esperar a que los sujetos se infecten en su vida cotidiana (un acontecimiento raro desde el punto de vista epidemiológico), lo que reduce en gran medida el tamaño de la muestra y, potencialmente, la duración del estudio. Suponiendo que se pudiera identificar una dosis infecciosa constante, dicho ensayo podría llevarse a cabo con o sin un control con placebo. Recientemente se ha aprobado en Gran Bretaña un estudio para identificar el inóculo infeccioso [20].

La cuarta opción sigue siendo teórica en la actualidad, pero podría ser importante en el futuro. Si los investigadores pueden identificar “correlatos de inmunidad” -marcadores de una respuesta inmunitaria protectora, como los anticuerpos neutralizantes-, estos correlatos, en lugar de la incidencia de casos, podrían convertirse en la medida de eficacia de la vacuna. El tamaño de estos ensayos se reduciría notablemente y, en algunos casos, podrían realizarse sin un comparador. Hasta la fecha, no se ha confirmado ningún correlato de este tipo.

Reconsideración de la disponibilidad del producto
La evaluación de la disponibilidad de los productos en el contexto de los ensayos con zidovudina y Surfaxin fue relativamente sencilla. La mayoría de los observadores estuvieron de acuerdo en que la falta de acceso a los productos era resultado de una serie de circunstancias sociales y económicas previas a los ensayos. Las discrepancias surgieron alrededor de las implicaciones éticas de estas circunstancias. A menudo, la no administración de zidovudina se justificaba con lo que se denominó el “argumento de la atención estándar”: se decía que la gente de los países en los que se realizaban los ensayos no tenía acceso a la zidovudina en los servicios de salud que ofrecía el país, por lo que se justificaba la no administración del fármaco en los ensayos clínicos. (Vale la pena señalar que las personas ricas de los países más pobres sin duda tenían acceso al medicamento, y que el activismo internacional en los años inmediatamente posteriores a los ensayos condujo a una espectacular expansión de la terapia antiviral en los países en desarrollo).

Es revelador que el Grupo de Expertos ad hoc de la OMS sobre las vacunas contra el Covid-19 también haga referencia a los estándares locales de atención. Otros, entre los que se encuentra este autor, sostienen que, a pesar de que las condiciones locales puedan amenazar la seguridad o la eficacia del tratamiento, sólo puede haber un estándar de atención: el que haya demostrado ser seguro y eficaz en estudios clínicos debidamente realizados. Si una persona no recibe esa intervención, la situación no debería suavizarse con un término como “estándar de atención”, sino que debería reconocerse como lo que es: una atención médica deficiente, sea cual sea la causa, sin importar los esfuerzos que de buena fe realizan los médicos locales. Los investigadores con fácil acceso a medicamentos eficaces tenían la obligación de proporcionarlos, argumentamos, sobre todo si había vidas en peligro y diseños alternativos disponibles.

En retrospectiva, los casos de la zidovudina y el Surfaxin parecen más sencillos en este sentido. En el caso de las vacunas contra Covid-19, la inevitable escasez de vacunas asociada a un producto recién autorizado para el que existe una gran demanda se suma a las arraigadas disparidades, por las que los habitantes de los países en desarrollo carecen de atención médica básica. Según las evaluaciones de los funcionarios de salud pública, es inherentemente ético priorizar la distribución de las escasas vacunas a los más necesitados. En un tema relacionado, he argumentado en otro lugar que los investigadores clínicos que operan en un escenario en que inicialmente las vacunas son escasas se puede mantener el seguimiento enmascarado de los sujetos después de que se autorice cualquier vacuna, siempre y cuando los sujetos no formen parte de un grupo que se haya priorizado para recibir la vacuna [21]. (He sugerido un diseño cruzado enmascarado por el que los pacientes tratados con placebo reciben la vacuna y viceversa, pero se mantiene el enmascaramiento tanto de los investigadores como de los sujetos). Pero si la falta de disponibilidad de una vacuna se debe más bien a la situación económica subyacente de los países en desarrollo que a la escasez por la incapacidad técnica de los fabricantes de satisfacer la demanda, ese no es motivo para negar una intervención de eficacia conocida en un ensayo clínico bien financiado. Por supuesto, separar las causas técnicas de la escasez de las causas económicas es todo un reto.

Las arraigadas desigualdades a nivel mundial se reflejan en los compromisos anticipados de compra, que se establecieron antes de la comercialización de las vacunas entre los países mayoritariamente desarrollados y los principales fabricantes de vacunas. A mediados de noviembre de 2020, los países ricos, que comprenden el 14% de la población mundial, ya habían reservado el 51% de las dosis de vacunas [22], lo que deja pocas oportunidades a los países de ingresos bajos y medios para acceder a estos productos que pueden salvar vidas. En consecuencia, incluso cuando los países en desarrollo comiencen finalmente a obtener vacunas, se verán obligados a designar los escasos suministros a poblaciones de alta prioridad, una priorización impulsada en gran medida por la falta inicial de disponibilidad de vacunas, a su vez producto de las fuerzas económicas. Sin embargo, el reclutamiento de sujetos que aún no son prioritarios para recibir la vacuna en los países en vías de desarrollo debido a la escasez creada por las condiciones económicas se asemeja mucho a las situaciones de la zidovudina y el Surfaxin. Como lo demuestra la experiencia de EE UU, negar una terapia eficaz durante los estudios clínicos podría afectar la aceptación de las vacunas durante décadas [23].

El impacto de las variantes de Covid-19
Las primeras evaluaciones de la eficacia de las candidatas a vacunas comenzaron a inscribir participantes en el verano de 2020 en el hemisferio norte y continuaron durante los meses siguientes, antes de que se reconociera la aparición de las variantes del SARS-CoV-2, algunas de las cuales parecen ser más contagiosas [24]. En Sudáfrica, un país en el que predominaba la variante emergente B.1.351, un ensayo controlado con placebo de la vacuna Oxford/AstraZeneca, un producto cuya eficacia se había demostrado previamente en otros países [17], no demostró proteger contra el Covid-19 leve-moderado (eficacia de la vacuna = 21,9%; IC del 95%: -49,9%, 59,8%) [25]. Sin duda, la continua aparición de variantes potencialmente resistentes a la vacuna altera el cálculo ético. Si realmente existen dudas sobre la eficacia de las vacunas en un país concreto, podría justificarse un ensayo controlado con placebo. Pero si la comunidad de expertos considera que una vacuna es eficaz, esa vacuna se debe ofrecer a los sujetos. La diseminación continua de estas variantes exigirá una reevaluación frecuente de la justificación ética de cualquier ensayo nuevo o en curso. Por ejemplo, la FDA ha anunciado que una vacuna eficaz conocida que haya sido modificada para tratar las variantes emergentes podría ser evaluada por esta agencia en base a estudios de inmunogenicidad, en lugar de nuevos ensayos clínicos [26].

Conclusión
La comparación con las controversias paradigmáticas de tipo ético en la investigación internacional puede ayudar a evaluar la ética de los ensayos de la vacuna Covid-19 en los países en desarrollo, ahora que se han identificado vacunas seguras y eficaces. En comparación con los ensayos de zidovudina y Surfaxin, es probable que los ensayos de la vacuna contra el Covid-19 conlleven un menor riesgo para los grupos placebo y permitan un mayor número y variedad de diseños alternativos de estudio. Cabe destacar que, en general, no hay ninguna razón en particular por la que no se puedan realizar estudios con diseños alternativos en los países desarrollados.

El argumento de que la falta de disponibilidad de vacunas justifica el uso de placebo no es convincente, ya sea que esa escasez sea el resultado de la ausencia total de vacunas en un país determinado o de las prácticas de priorización de vacunas de los países en desarrollo, porque en el fondo ambas se derivan de condiciones económicas, no científicas. Sin embargo, la aparición de variantes que puedan generar una auténtica incertidumbre en cuanto a la eficacia de la vacuna con la que se pudiera comparar la nueva candidata a vacuna podría justificar un control con placebo, dependiendo de las características de la vacuna, la prevalencia de las variantes, su grado de resistencia a las vacunas existentes y la aceptabilidad de los estudios de puente inmunológico.

Al evaluar, caso por caso, la justificación ética de cualquier ensayo propuesto, se deben considerar estos factores conjuntamente.

Referencias

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creado el 15 de Septiembre de 2021